Hay días que Página 12 viene sembrado, que decimos en mi
tierra. Ayer fue uno de esos días. Me encuentro, entre la amplia cobertura a
los sucesos en el Parque Indoamericano, en Villa Soldati, de los que ya hablé
aquí en el blog, dos artículos sobre el tema. Cada uno da una visión muy
diferente del problema; ambos comparten una visión amplia, comprensora. Los dos
me recuerdan varios recovecos de aquella realidad brasileña de la que no le
gusta tanto hablar a la Red Globo.
El primero se llama “Mercantilización absoluta”, y lo firman
las investigadoras Valeria Mutuberría y María Florencia Rodríguez. Ponen el
acento en el déficit habitacional de Buenos Aires, que alcanza a 500.000
personas de los tres millones que tiene la capital. Un dato a tener en cuenta: viven
en villas y asentamientos alrededor de 150.000 personas, un 50% más que antes
de la crisis del 2001. Como en tantas otras cosas, la sociedad argentina, que
era el oasis de la clase media a la europea en medio de un continente marcado
por la desigualdad –que no la pobreza: no nos cansaremos de repetirlo, que
América Latina es un continente rico con muchos pobres- no ha terminado de
recuperarse de la hecatombe. Las cifras todavía están lejos de las de Brasil:
en Rio, por ejemplo, un tercio de los casi siete millones de cariocas viven en
el millar de favelas que, de modo insultante, conviven en la más absoluta
exclusión con los barrios nobles de la Cidade Maravilhosa. Pero la problemática
es común. La ciudad se mercantiliza y, dicen las autoras, “la ocupación de
predios se convierte en una estrategia impulsada por el sector popular a los
fines de hacer frente al problema habitacional, irresuelto hasta el momento por
el poder estatal”. Como en Rio de Janeiro y en São Paulo, el poder se rinde a
los intereses especulativos y el derecho a la vivienda de los ciudadanos queda
en un segundo plano. Para comenzar, porque unos son más ciudadanos que otros. Así
que, dice este artículo, la llamada Unidad de Control de Espacio Público (UCEP)
ha impulsado desalojos de ciertas zonas, las más ambicionadas por el capital,
hasta llegar a los 444 en 2009, y todo ello sin garantizar, como exige la ley,
la reubicación de los damnificados.
En “La pobrefobia”, el sociólogo Guillermo Levy pone el dedo
en la llaga: lo que se ha dejado ver en la sociedad porteña, más que xenofobia,
es clasismo y racismo. Lo que causa rechazo, lo que provoca miedo, no es el
extranjero, sino el pobre. Nada nuevo bajo el sol, pero no viene mal seguir
recordándolo. Levy habla de cómo al estigma sigue el ‘pogrom’, el linchamiento.
Y narra cómo se fue creando en el imaginario colectivo argentino, a partir de
los años 90, “una nueva figura que oscila entre el trabajador precario y el
delincuente”, aderezado con rasgos del narcotraficante, al que se supone
paraguayo, boliviano, peruano; en definitiva, sudaca (evidentemente, el porteño
descendiente de europeos y residente en Palermo y Recoleta es otra cosa). Poco
importa que, como recuerda oportunamente Levy, “el prejuicio esté tan alejado
de la realidad que hoy la mayoría de los presos extranjeros por narcotráfico en
Argentina son europeos”. A continuación, Levy ataca a Mauricio Macri, el
alcalde porteño, por apelar “al clasismo racista usando una xenofobia selectiva”.
Y por llamar a la paz, a la calma, “como si hubiese habido una guerra y no una
cacería donde los muertos y heridos están de un solo lado”. De nuevo, me
acuerdo de Rio de Janeiro y su falsa guerra contra el tráfico que es, más bien,
un capítulo más del ancestral sometimiento del ‘favelado’ (a menudo negro) por
parte del rico (casi siempre blanco). Me acuerdo una vez más de Deley de Acarí,
que me explicó cómo todos los pueblos necesitan un enemigo. En Rio es el
favelado; en Buenos Aires puede ser el boliviano. En Villa Soldati, leo en otro
reportaje en el mismo diario, algunos bolivianos han visto estos días cómo les
negaban el acceso a algunos comercios por el mero hecho de ser bolivianos. Me da
tristeza. Lo expresó con mucho más tino el escritor Martín Caparrós en una
entrevista a El País: “Lo terrible es la pelea de pobres contra pobrísimos”. Y,
mientras, los poderosos pueden sonreír tranquilos, pueden seguir socializando
las pérdidas bancarias y recortándonos los derechos sociales para que el FMI
nos deje seguir agonizando, como sonríen los poderosos en la tristemente
realista metáfora ‘Esta parte para cima’, de los chicos de la Brava Companhia
de Teatro de São Paulo. Tal vez las cosas cambien… pero sólo cuando los
trabajadores pierdan la paciencia. En fin.