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Mientras tantoLa revolución frustrada

La revolución frustrada

Si no fuese tan puta   el blog de Manuel Jabois

 

De vez en cuando, siempre en función de la época, los lectores me escriben para decirme que soy un genio municipal o un subnormal de relieve histórico, al fin y al cabo escribir es dividir las aguas y cruzar el Mar Rojo sin mirar a los lados. En uno de esos correos, hace unos días, un señor me dedicó una ristra de elogios muy bien fundamentados y una súplica que me dejó del revés: haciendo referencia a mi año de nacimiento me instaba a liderar “una Revolución” que acabase desalojando “la Partitocracia” de este país. A mí y a otros, claro; éramos una generación engañada y debíamos sublevarnos; yo, a sus ojos, era un “joven intelectual”, como tantos a los que había que movilizar, y ahí me empezaron a sudar las manos pensando en la imagen que le estaba dando a la gente. “Para empresas así tendría más éxito que le escribiese usted a Antonio Gala”, pensé en decirle. Este lector mío, con el que naturalmente acabé fatal, era un degenerado, pero yo al principio, debilitado por sus alabanzas, me sentía obligado a hacer algo por él y también un poco por España.

 

De todos los encargos extravagantes que tuve en mi vida ninguno me dejó tan agitado como el de tener que levantar al pueblo. Yo no tenía ni idea de cómo se hacía una revolución ni a quién había que llamar, y lo primero que hice fue meterme en internet, extrañado de que en los primeros resultados no me apareciese Yahoo Respuestas, como la última vez que pregunté algo en Google. Había a botepronto, por lo que vi, la posibilidad que me ofrecía un futbolista karateca de sacar mis ahorros del banco o, en su defecto, viajar a Cuba. Para las dos cosas me hacía falta algo que no tenía: dinero. Así que lo que hice fue algo muy mío, que es mantenerme a la expectativa confiando en que este señor, al que imaginaba leyendo cada mañana los periódicos buscando noticias sobre mi revolución, me diese un margen o olvidase el encargo. Los días siguientes hice columnas ligeritas y apropiadas, muy del gusto de la casa, como las gambas al ajillo. Yo la verdad es que no entendía cómo se le encargaba la revolución a alguien como a mí, que cada día me iba para cama sabiendo que había una cosa más en la vida que no sabía hacer.

 

Había leído que una revolución es una gran bola de nieve que puede crecer sin límite a partir de un hecho insignificante que hiciese ver el hartazgo del pueblo, al que se me había sugerido alborotar. A la semana, en deuda con mi fan, crucé la calle Rosalía de Castro con el semáforo en rojo y mirando atrás, por si alguien me seguía. Dejé sonar el móvil hasta que saltase el buzón, esperando así que los que llamasen saliesen a la calle a quemarse a lo bonzo o en dirección a La Moncloa con antorchas cantando un himno bolchevique. Un día, ya desesperado, me fui de la panadería sin esperar la vuelta. Como estaba condenado al fracaso, pues yo soy un chico que aspiro en la vida a trabajar en pantuflas y la única revolución que vi de cerca es una que tuve que sofocar en casa de mis padres cuando en plena noche se me hizo ver a gritos que había olvidado comprar papel higiénico, dimití silenciosamente como revolucionario y le dije a mi lector, en un correo muy educado, que a mí las corruptelas de los partidos políticos, los sueldos de los altos cargos y el mal ambiente general que nos describía Wikileaks era algo que me incomodaba, pero no lo suficiente como para dejarme barba y echarme al monte. Me contestó que era un conformista y un vago, y yo le dije que además era un borracho tremendo, y que mis columnas no aspiraban a azuzar a la Humanidad sino a pagarme los vicios y conocer chicas de entre 18 y 20 años que no pensasen por sí mismas.

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