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Mientras tantoAl timón de las mismas aguas

Al timón de las mismas aguas


Queridos guineanos, ya estamos otra vez al timón. Queridos lectores nuestros que no son guineanos, pero que podrían serlo y ánimo: hemos vuelto del paseo que nos dimos desde que tocaron las campanadas de la inminencia del fin del año. En realidad lo que ocurrió fue que ya teníamos contraído un compromiso profesional con sendas instituciones culturales de España y debíamos corresponder. La cercanía de nuestra intervención con las fiestas navideñas obligó que las mismas las pasáramos fuera de la tierra patria y así aprovechar para observar las semejanzas y desemenjanzas en la celebración de dichas fiestas por guineanos y españoles.

 

                Con la excitación con que se hacen las cosas en esas fechas, cogimos un avión, un avión de estos pequeños que los hombres de negocios compran para llenarse los bolsillos. Pero no por pequeño  nos subimos poco. En el sitio que me tocó, emparedado entre un caballero hispanohablante de carnes gordas y una malencarada de origen guineoecuatorial, recé para que ocurriera algo leve y se desmontara uno o varios tornillos que sujetaban los asientos. Era que nuestra rodilla lanzaba su queja impotente al espaldar del asiento delantero, y oh incomodidad. El caballero  de lengua cervantina se durmió, esperando quizá un servicio alimentario que pronto echamos en falta. La dama malencarada ni se dignó echarnos una mirada de fastidio, sospechando quizá nuestra poca solvencia dineraria o escasa relevancia social. Pero aquella apatía nos animó a reflexionar sobre qué gremio oficial reclamaríamos pertenencia para merecer su simpatía innecesaria. Y dando en la tecla cavilatoria, pensamos que sólo dos oficios podrían hacerle recomponer aquella cara maltratada por la larga espera, sólo dos, descartada la membresía al nacional Ejército: nos hubiera mirado de mejor cara si le hubiéramos dicho que éramos un ingeniero de aeronáutica, por lo que si al piloto le pasaba algo seríamos el primero en ser llamado para enderezar el rumbo de aquel monstruo volador que nos tenía apiñados y con las rodillas sufrientes, o cura, un hombre al que se acude cuando no se toma ningún vuelo, y al que no tampoco se podría acudir en caso de que los vientos adversos zarandearan el avión hasta arrojarlo fuera de cualquier mando.

 

Sí, o un potencial salvador o el ayudante más cercano del Salvador total. Es lo que hubiera influido en la percepción que tenía de nosotros aquella compañera de viaje. EL cura, los curas, que se sepa, tienen sus pies en la tierra y cuentan con la oscuridad de los confesonarios o la privacidad de sus despachos, ahora que los tienen, para atar a los feligreses de la fe que predican a la verdad. O la  Verdad. Lo curioso de la fe es que raras veces descubre las debilidades de los predicadores. Es decir, que si nos hubiéramos  presentado a la dama como un hombre prominente de alguna verdad predicada nos hubiera permitido usar los dos reposabrazos del asiento que nos tocaba y aún hubiéramos podido a más.

 

Delante de nosotros estaban los del Poder, cuatro o cinco hombres que ni eran ingenieros ni habían sido predicadores de nada, pero que estaban sentados en asientos más confortables, y estaban siendo servidos por las solícitas azafatas antes de que el avión alzara el vuelo. Ellos estaban ahí por la fuerza del dinero del que los manda de viaje en busca de baratijas para tener engatusados a los guineanos. No estaba documentado que supieran leer mejor que el resto de los pasajeros que no viajaban con la fuerza del Poder, pero una vez despojados de sus trajes, los vimos llevar la vista a las hojas de los periódicos de otros países como si lo hicieran cuando no viajan. Aquí,  no hace falta que se diga, no hay periódicos, y nunca pasa algo por el que que deben decisiones. Y es que alguien, el Jefe, ya les dice lo que tienen que hacer.

 

Todo lo aquí escrito es pura palabrería, una forma de arrancar. Y es que podríamos estar equivocados, pues hemos ido al Norte en vez de ir al Sur. De este Sur no llegan buenas noticias. Y es que siguen enganchados al aguardiente desde la fecha en que el primer explorador puso el pie en sus tierras y los agasajó con la intención de que crean que podrían ser súbditos y devotos de otros señores y otros dioses. Súbditos nunca se sintieron, pero nunca flaqueó la fe que pusieron en la alegría que trasmite una botella llena, y de ahí el desconcierto ante lo que ocurre en su tierra, una tierra a la que fueron llevados desde que el colonialismo vio la necesidad que de los negros la poblaran para el enriquecimiento de los blancos.

 

Allá abajo, en una tierra en la que habríamos nacido de no ser por un simple avatar, las cosas se torcieron. Apegados como están a la pasajera alegría de una botella cerrada, no tienen palabras para responder a las profundas transformaciones que afectarán sus vidas. Desde el Poder, situado a muchos kilómetros mar adentro, llegan los recados que inciden en sus costumbres,  alteran su geografía, rompen sus sueños y los deja limpios para ser entregados a la pobreza que los seguirá hasta el fin de sus días. Destruidos los elementos esenciales que les confiere autenticidad, se convierten en meros testigos que languidecerán ante el escarnio de foráneos sin escrúpulos, los cómplices del Poder guineano.

 

Hubo un tiempo en que de  Annobón se decía que era un paraíso.  Y siempre creímos que era una simple exageración que ponía en manifiesto las posibilidades de generación de vida que tenía, y si había una relación entre las formas genuinas de la expresión  de aquella insularidad y sus necesidades de alcanzar unos niveles de vida más humanos. Ahora, con las circunstancias ya descritas, todo aquel paraíso y sus ángeles ya caídos están en manos de la caprichosa e improvisada voracidad de los gestores del régimen guineano, gestores que no paran ante nada si no se satisfacen los supuestos de su particular manera de mostrar su abundancia.

 

La probabilidad de que un nativo de aquel sur se desmarque de estos sentimientos y encuentre motivos para aborrecerlos es mucha, pero le desmentiría el hecho de que la comunidad a la que defiende ya lleva años, quizá siglos, instalada en un vicio que mina su supervivencia.

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