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Nieve


El sitio de nieve dibuja en Nueva York un mapa de encuentros íntimos y efímeros, una danza invernal a cámara lenta donde el que viene y los que van intercambian por un instante un silencio de seda y luego una estela invisible que se desvanece como un susurro. Desde la profundidad de las capuchas, con una mirada de hielo, parecemos exploradores de misiones rivales que acaban de perder la ruta y parte de las provisiones. No hay palabras, sólo el rastro de los pasos en la nieve, de las botas sobre un firmamento de estrellas crujientes, como en Leningrado, pero sin cadáveres en las cunetas, ni los ejércitos de Hitler a las afueras. Las calles están desiertas y el frío impone su magia de cuento fuera del tiempo.

 

En el túnel de la calle 14 que conecta las estaciones de metro de la Séptima y la Sexta avenidas, un largo búnker de cemento, hay un hombre sentado en el suelo junto a un charco de monedas. También tiene un radiocassette con una canción de Héctor Lavoe llamada ‘La fama’ que yo escuché por primera vez en un hotelito del Caribe y que ahora me recuerda el camino recorrido. Al pasar junto al hombre no pienso en su frío, ni en la noche que le espera, sólo en lo que puede llevarle a pagar las pilas para escuchar salsa a -5 grados antes que un café caliente en los locales que hay sobre nuestras cabezas. Las decisiones sentimentales nos condenan, pero sin ellas no hubiéramos llegado hasta aquí. Donde sea que estamos.

 

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