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Mientras tantoNoche de Paz

Noche de Paz

Si no fuese tan puta   el blog de Manuel Jabois

Alquilé un piso a mediados de diciembre, y aunque el casero vivía arriba, como yo no iba nunca por el edificio, pues tenía pensado empezar a frecuentarlo después de Reyes, hablé con él por teléfono un poco para presentarme y otro poco para hablarle de la vida gris que me esperaba: ”Voy a pasarme un año entero escribiendo la Gran Novela Americana, sin visitas y enclaustrado, como un monje cisterciense, así que ni te vas a enterar de que hay alguien viviendo ahí”.

 

Un día después, que cayó en Nochebuena, me tropecé al bajar del coche tras la cena familiar con un amigo que me hizo tomar una copa con él. “Sólo una”, prometió. Y tomó una y se fue, pero yo ya había encontrado quien tomase la cuarta, y a las seis de la mañana me fui apesadumbrado para mi casa nueva pues había dejado allí al perro, que lo tenía prestado esa noche. Llegué al portal y al meter la mano en el bolsillo, ese gesto lleno de épica en plena calle, me di cuenta de que me venían faltando las llaves. Hice lo propio en estos casos, que es meter apurado las manos en los bolsillos cien veces y hasta buscármelas en los zapatos, y cuando me di por vencido me senté sollozando en las escaleras del portal. Tras la conmoción llamé a una amiga para nombrarla directora de la operación de rescate de mi perro y reducción de daños, y aunque hizo lo que pudo, como ofrecerme su casa o hacer tiempo hasta las nueve y llamar entonces al casero, que tenía copia de las llaves, finalmente se impuso mi voluntad de hierro: aquello estaba pidiendo a gritos un cerrajero.

 

Así que el día 24 a las seis y media de la madrugada llamé a un señor que se despertó tremendamente alborotado y cuando le colgué tras darle mi dirección supuse que sólo por marcar su número me había tarifado cien euros; la cosa empezaba desde ahí, como con los taxistas. Apareció media hora después montado en un Mercedes gigante y yo, en lugar de escapar, lo recibí como a un héroe: gracias a esa aprensión cayeron otros cien. Birló el portal fácilmente, como supuse que birlaría mi puerta, con unas planchitas y un movimiento sexy. Subimos al piso, que es un tercero, y empezó también a mover las planchitas mientras yo sonreía orgulloso, pues de todas las decisiones de mi vida aquella había sido la más limpia y rápida, como un asesinato perfecto.

 

Entonces, en un momento dramático, este hombre se giró sobre sí mismo como una bailarina y me preguntó si le había dado la vuelta a la llave, y yo contesté que no, que como voy a darle la vuelta a la llave si siempre tiro de la puerta con alegría flamenca. “Pues tiene la vuelta”. Y recordé que en homenaje al perro, no fuera a aprender de repente a darle el manubrio con la pata, sí le había dado una vuelta tonta a la llave, “pero muy poco”. El cerrajero, que rompió a sudar, se separó tres pasos de la puerta y arqueó las piernas, que por un momento pensé que la iba a acabar pateando como Cristiano Ronaldo. Respiró profundo, aún somnoliento, y se dio la vuelta diciéndome: “De todas las puertas que me podían tocar, ésta es la peor con diferencia”. “Ya empezamos”, suspiré. “Pero no te preocupes, que entramos”. Y se metió en el ascensor con un brillo en los ojos de iluminado islamista.

 

Subió cargado con una maleta tan llena de herramientas que por un momento pensé que íbamos a entrar en el Pentágono. Y antes de que yo pudiese decir nada, a las siete en punto, sacó un supertaladro y se puso a agujerear la cerradura con un entusiasmo alocado. De todos los ruidos que tuve que soportar en mi vida aquel fue el que más se acercó al aterrizaje del Challenger. Tembló el suelo y me quedé en cuclillas tapándome los oídos deseando que acabase cuanto antes, pues el escándalo estaba siendo histórico y malo sería que no se despertase el alcalde a tres kilómetros de allí. No sólo no acabó sino que además, como acompañamiento, se decidió a sacar un martillo de proporciones colosales y azotar la puerta como un bárbaro, que pensé yo que donde había estudiado cerrajería este hombre, y que para tales amaños hubiera llamado yo a algún artificiero.

 

Tuvo que acabar sacándose ropa el hombre de tanto que sudaba, y comprendí que el resto del mundo ya era un asunto marginal: aquello era entre esa puerta y él. Estuvo taladrando más de media hora y rompió cinco brocas, y por todas partes se escuchaban portazos y voces mientras a los niños se les decía que en aquel edificio Papa Noel había decidido entrar por todo lo alto. En un momento dado bajó una vecina histérica desde el sexto gritando que iba a llamar a la Policía y que aquello era una vergüenza y que a quién se le ocurría, y el cerrajero le explicó, también gritando, que yo tenía derecho a entrar en mi casa, y que fuese corriendo a llamar a la Policía y al FBI, si lo creía oportuno. Yo era consciente de que me estaba cubriendo de gloria y de que estaba entrando en la comunidad de vecinos por la puerta grande, como un César, y que si en Sagasta había conseguido auparme a un punto del orden del día después de cuatro años, aquí, en Echegaray, estaba a punto de lograrlo sin haber llegado a entrar en casa, lo cual suponía reventar todos los récords. Al día siguiente los invitaría a todos a cookies.

 

En ésas estábamos, con el descansillo convertido en Little Big Horn, cuando por fin se asomó mi casero con el rostro pálido y envuelto en una gran bata. Había aguantado una eternidad. Se dirigió a mí con la mano temblorosa y flácida, y me la estrechó tibiamente mientras preguntaba, al borde del llanto, qué estaba pasando, pues se había despertado de un salto hacía media hora, le habían llamado ya tres vecinos a su casa y no eran ni las ocho de la mañana del día de Navidad.

 

-Perdí las llaves y este señor me está haciendo una cerradura nueva.

 

-Pero si yo tengo una copia en casa.

 

-Ya, hombre, pero yo no quería despertarte.

 

En ese momento final se abrió la puerta y de allí salió ladrando mi perro, y este señor ya se dio la vuelta con la boca abierta, como aquellos muñecos de Gomaespuma, pensando en los cistercienses y en la frase de que ni se iba a enterar de que había nadie viviendo allí rebotándole en la cabeza, pues si no se iba a enterar, y yo aún no estaba viviendo allí, el día que invitase a alguien a tomar un té a media tarde habría que acordonar la calle. El cerrajero me pasó la factura, que ascendió a 350 euros, curiosamente la misma que me cargó días después el Concello de Pontevedra por haber aparcado el coche, esa misma noche de paz, en una zona brutal de carga y descarga.

http://www.manueljabois.com/2011/01/noche-de-paz.html

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