Dicen los expertos económicos que ésta será la década de la prosperidad en América Latina. El año 2010, con su 6% de crecimiento económico (según los parámetros de los burócratas que no tienen que cultivar para comer), ha provocado decenas de análisis optimistas. Nos olvidamos de la llamada «década perdida», de la ineficiencia de la región, de los lastres de pobreza y desigualdad. En teoría.
La realidad es bastante diferente porque los milagros no existen. El avance macroeconómico de América Latina se debe, fundamentalmente, a dos factores. El aumento de precios de las materias primas (como el cobre, el petróleo o la soja) de exportación y la entrada de China como uno de los mayores compradores e inversores en la región. Una distorsión de cifras no más; la devastación de miles de hectáreas consagradas ahora al monocultivo destinado a agrocombustible, aceites vegetales para la industria alimentaria del primer mundo o alimento para las vacas que pastan en Estados Unidos o en China, y abiertas en tajo para la búsqueda de cobre u oro.
La realidad es muy diferente porque los milagros solo ocurren en las calenturientas imaginaciones de beatas y gobernantes. La brecha social no deja de crecer en el hemisferio y el año pasado 39 millones de personas se unieron sin voluntad a la triste estadística de la pobreza. En Argentina, descubren que existe esclavismo del siglo XXI y que las condiciones de los trabajadores rurales de principio del siglo XX no eran mucho peores que las de los braceros del XX. En Panamá, la policía balea a los indígenas que no gustan de los cráteres artificiales de las mineras canadienses o coreanas, y en Colombia 32 pueblos originarios están a punto de desaparecer por la presión de los megaproyectos económicos que dan buenos réditos estadísticos y poco pan en la práctica.
¿Existen los milagros? Estamos mayores para creer en los análisis de los sesudos economistas de escritorio (redundancia necesaria).