Querida lectora, que gusto ir escribiéndote estas crónicas al paso que van cayendo dictadores. Soplan vientos de libertad en las colonias de Oriente Medio, buena falta les hace. Si supiera que existe una vinculación entre estas crónicas y los derrocamientos, no real (que tú y yo solos como estamos no vamos a cambiar el mundo) sino simplemente supersticiosa, te garantizo que las seguiría escribiendo hasta que no quedara ni un sátrapa en la Tiera pues, por muy mala que pueda ser una democracia, siempre es peor una dictadura. Si no, mira nuestra propia colonia, dónde estaba y dónde está; mal que les pese a algunos, gentes faltas de letras o con intereses bastardos, que la van pintando en este momento no ya peor que hace treinta y cinco años sino, incluso, que la actual República del Congo.
El Imperio, mientras tanto, sigue con discreción los acontecimientos en las colonias de Oriente Medio. Aplaudámoslo, para una vez que lo hace, porque la insensatez y la precipitación suelen terminar en chapuza cuando no en golpe de Estado o invasión. Dejemos, pues, a las colonias decidir lo que quieran para sí mismas como nosotros eligimos lo que queríamos para la nuestra. Además, como decía don Baltasar Gracián, no tan cínicamente como pueda parecer, evitar echarse obligaciones es uno de los grandes objetivos de la Prudencia.
Retomo ahora mi crónica de la semana pasada en la que empecé a hablarte del circo de Hollywood y de esa ceremonia de los óscar, con la que el cine de Estados Unidos premia mil películas imperiales y una colonial. (Por cierto, nunca el Imperio es más Imperio y la colonia más colonia que cuando las películas extranjeras buscan, a veces un tanto lacayamente, el sueño del óscar, pues, como recientemente dijo don Ricardo Gervais, esa es precisamente la que en Estados Unidos no le importa a nadie.)
El óscar es en realidad una estatuilla que representa un caballero, de los de lanza en astillero, sosteniendo una espada sobre un rollo de película. Sí, sé lo que estás pensando, que esta explicación es invención mía porque tu nunca habías visto en esa estatuilla dorada un caballero medieval sobre un rollo de película.
Invención mía no es, si acaso, de esas enciclopedias modernas hechas en comuna. Mas yo, les doy fe. Lo que ocurre es que es difícil distinguir que es un caballero medieval porque su diseño es Art Decó. ¡Ahí queda eso!
Ahora bien, de cómo un art decoriano caballero medieval que descansa su espada sobre un rollo de película termina llamándose óscar, ya no sé qué pensar de lo que dicen las tales enciclopedias. Sostienen éstas que el nombre se debe a que la estatuilla se parecía a tal Óscar. Sin embargo, tanto el número de personas para los que la figura tenía cierto parecido con el tal Óscar como el número de Óscares a los que su parecido recordaba, difieren según las versiones de la enciclopedia en cada idioma. Así, para la edición digital en español, no hubo más que un Óscar verdadero, el tío de Margaret Herrick, secretaria ejecutiva de la Academia de Cine. Sin embargo, para la edición inglesa, a ese Óscar se añadían otros dos posibles sosias: el primer marido de la actriz Betty Davis o el Rey Óscar de Noruega, soberano a la sazón de una secretaria noruega del productor Louis B Mayer.
Lo curioso es que, para esculpir la estatuilla, el escultor George Stanley no tuvo como modelo a ninguna de esas tres personas sino nada más y nada menos que a Emilio «El Indio» Fernández, que posó desnudo, siempre de acuerdo con la versión de las enciclopedias al uso.
Con lo cual, siguiendo las citadas fuentes nos encontramos con lo siguiente: El origen del óscar es un indio que posó desnudo como modelo para una escultura que, en estilo Art Decó, representa a un caballero medieval con su espada sobre un rollo de película. Y también tenemos que a esa escultura, en lugar de llamarla «El indio» o Férnandez, se le llamó óscar en recuerdo vago de alguien llamado así. Ya te dije, un circo.
Claro que, siendo «El indio» Fernández mexicano, no iba a consentir el Imperio que se llevara la fama ese país, lo que abriría, además, una brecha de envidias entre los distintos pueblos emigrantes que componen Estados Unidos.
La noche de los óscar, que se celebra el próximo domingo, reúne a las estrellas del circo en la ciudad de Los Ángeles. Allí, a la entrada de un teatro, ponen una alfombra roja y uno de los intereses de la noche es ver desfilar por ella a todas las estrellas de Hollywood sin los disfraces que habitualmente usan en sus espectáculos circenses.
Particularmente, lo que más me llama la atención es que, en esa alfombra roja se ha podido observar, en los últimos años, el nacimiento de un nuevo género humano. Si hasta ahora había hombres y mujeres, tras una reciente mutación han aparecido los que yo llamaría como los pepones y las peponas.
Son seres humanos que han mutado gracias a la cirugía plástica aunque, bien pudiera ser, que no sea ciertamente una mutación sino, como bien ha observado recientemente el doctor don Fabio McNamara, la aparición de dos enfermedades nuevas, la pomulosis y la pomulitis.
Tras pasear la alfombra roja, las estrellas se reúnen y, durante varias horas, se gastan bromas y se tiran los óscar los unos a los otros ante la mirada de todos los espectadores del mundo. Llega un momento el el que uno no sabe si en verdad, aquello es el mayor circo del mundo o la peor atracción circense de todos los tiempos.
Esperando que estas crónicas te hayan aportado cierta información a la hora de juzgar la ceremonia cuando el próximo domingo te sientes a ver los óscar, me despido de ti hasta la próxima semana, deseándote salud y nuevas caídas de dictadores.
Vale