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Mientras tantoMi cuerpo es mío (y hago con él lo que quiero)

Mi cuerpo es mío (y hago con él lo que quiero)

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

Es, como se
sabe, uno de los lemas que encabezan el combate feminista. A lo mejor nos
parece correcto, pero no habría que estar tan seguros. Y no lo digo por gusto
de incordiar, sino por ver si logramos librarnos de un tópico bienintencionado,
pero particularmente nefasto. ¿Que exagero?

 

1. Para
empezar, por mucho que nos cueste reconocerlo, hay muchos sentidos en que
nuestro cuerpo es de hecho  más de algún otro que nuestro.
Solemos  detectar con escándalo el
dominio que sobre nuestras mentes ejercen ciertas instancias ideológicas, sin
caer en la cuenta que no es menor la coacción que cada día experimentan otros
órganos corporales. Un viejo sofista lo dejó escrito hace dos mil quinientos
años: «Hay ya convención sobre lo que los ojos deben ver o no ver; para
los oídos, lo que les está permitido oír o no oír; en cuanto a la lengua, lo
que debe decir o no decir; referente a las manos, lo que deben hacer o
abstenerse de hacer; sobre los pies, adónde pueden dirigirse y adónde no es
lícito que se dirijan, y, en cuanto a la mente, lo que le es dado desear y lo
que no ha de pretender». Como entonces, tampoco hoy existe sentido ni
órgano del cuerpo que escape al control social.

 

Entre yo y mi cuerpo pugnan por instalarse
numerosos dueños. Lo más fácil es arremeter contra la autoridad familiar y la
religiosa, en tanto que porfían en domesticar y contener nuestra libertad de
movimientos con vistas a  modelar
cuerpos obedientes, educados o puros. Otra autoridad no menos influyente, la
médica, nos dicta implacablemente 
las reglas para el mantenimiento o recuperación de nuestra salud. A su
amparo, hermanas menores como la Dietética, la Gimnasia, la Higiene y hasta la
Cosmética (junto con otras figuras de la moda del día) prescriben a un número
creciente de fieles los cuidados a que han de someterse si buscan mejorar su
rendimiento o apariencia físicos.

 

Pero en la batalla por apoderarse de nuestro
cuerpo, seguramente son los poderes económicos y políticos los más audaces.
Para ambos, el cuerpo de los individuos tiende a confundirse con un medio, ya
sea de la producción de bienes y del capital que lo emplea, ya sea  -en su calidad de miembro del gran
cuerpo civil-  del Estado. Si para
uno el organismo del trabajador es ante todo el depositario de la actividad que
mueve o vigila su maquinaria, el artífice último de su beneficio, para el otro
el número y calidad de cuerpos de los ciudadanos representan un índice de su
poderío en tiempos de paz y de su amenaza en caso de guerra.

 

El poder económico nos marca el modo como
debemos orientar, administrar y ahorrar nuestros esfuerzos a fin de producir
riqueza (¿para quién?), la manera más rentable de invertirlos, los ritmos que
hay que imprimir a nuestro organismo, las destrezas corporales que nos es
preciso fomentar, así como al contrario las cualidades que debemos reputar
inútiles. Al fabricar industrialmente mercancías, pues, no menos fabricamos
nuestros cuerpos industriosos. De manera parecida, el Estado trata asimismo de
procurarse cuerpos, además de productivos, sumisos e integrados. Ciudades,
escuelas, hospitales, “grandes superficies”, fábricas, viviendas, centros del
ocio planificado… son en buena medida otros tantos espacios para
disciplinarnos. En último término Capital y Estado, de consuno y a través del
mercado, deciden incluso cuántos individuos y de qué clase son necesarios de
acuerdo con sus fines, así como cuántos otros están de más. La cuestión
planteada por Foucault sigue en pie: «Queda por estudiar de qué cuerpo
tiene necesidad la sociedad actual».

 

2. Pero si es
urgente apropiarnos de nuestros cuerpos, no por ello debemos hacerlos objeto de
propiedad alguna. Por desgracia, esa es la doctrina común tanto a aquellas
modalidades de nuestro despojo como a los sujetos encarnados que las sufrimos.
Tras la herencia de la tradición cristiana y de buena parte de la historia del
pensamiento, se comienza por escindir al hombre en dos (cuerpo y alma) y se
acaba subordinando la carne al espíritu. Mientras unos ven en el cuerpo ajeno
un instrumento de explotación o destrucción, de manipulación o experimentación,
todos venimos a degradar el propio 
a medio de trabajo, de goce o de seducción. El cuerpo vendría a ser la
primera herramienta a mano para un yo más profundo, algo así como un objeto
entre los objetos, una realidad exterior a uno mismo. Así es como juzgamos tener  un cuerpo. Y
desde semejante distancia entre mi cuerpo y yo, nada más «natural»
que entablar toda suerte de relaciones contractuales o afines basadas en la
conversión del cuerpo en materia de tráfico, llámense contrato laboral,
prostitución, o simple “ligue”.

 

Una prueba llamativa de lo mucho que ha calado
esa actitud dualista e instrumental sería precisamente el éxito de aquel lema
feminista. Dirigido a disuadir a la bestia que ciertos machos llevan dentro, el
slogan será tal vez eficaz, pero a riesgo de transmitir un grave malentendido
que acaba volviéndose contra quienes lo proclaman. Pues si el cuerpo fuera tan
sólo algo de nuestra propiedad, su violación sexual constituiría meramente el
uso de un objeto sin consentimiento de su propietario, una apropiación indebida
por la fuerza. Pero si la ley lo considera delito  mucho más grave y lo condena con penas más duras, se debe
justamente a que sus secuelas 
revelan, no ya un daño al cuerpo de la agredida, sino una violación de
su persona entera. Con las diferencias oportunas, estas consideraciones pueden
extenderse a la pederastia o a la tortura.

 

No sólo se reclama la libre disposición del
propio cuerpo contra su uso por parte de los otros, sino también en defensa del
uso libérrimo de su sujeto mismo. Dejemos el slogan del nosotras parimos,
nosotras decidimos
, por el que vuelven a
apropiarse ¡y en exclusiva! de la suerte de la criatura que se está gestando.
En la batalla política contemporánea a propósito de la legalización del aborto
se ha vuelto a escuchar aquella vieja sentencia que les tiene por dueñas de su
cuerpo como argumento favorable a su legalización. Uno espera que haya razones
más sólidas para fundar ese derecho.

 

Y es que 
-digámoslo de una vez-  yo
no tengo un cuerpo, mi cuerpo no es mío: yo soy mi cuerpo. El hecho de ser encarnado significa mi modo más radical
de ser yo, la condición última de la conciencia de mí y de la percepción de lo
otro, de mi expresión y de mi acción. De ahí que mi cuerpo no pueda ser
tratado, ni por mí ni por nadie, como una cosa más del mundo. Más allá de lo
que pueda revelar hacia fuera,  es
un cuerpo experimentado y vivido por mí mismo. Ni puede rebajarse a instrumento
a lo que fabrica y se sirve de todos los instrumentos, ni tomarse como exterior
a uno mismo eso que es la condición de la exterioridad en general. Mi relación
con mi cuerpo es tan estrecha como que me identifico con él. Si él sufre o
goza, sufro y disfruto yo; y cuando muere, ay, yo soy quien muero del todo.

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