El siete de abril cumplí treinta y cuatro años, y es la primera vez que un aniversario cronológico me coincide con un punto y aparte mental y emocional. Parece haber coincidido la fecha de mi nacimiento con el parto de unos ojos nuevos que llevaban tiempo gestándose. Como si algo hubiera arrancado unas cataratas sentimentales que intuías pero no te atrevías a reconocer.
En términos estacionales corresponde con esa sensación, más leve por supuesto, que me llega de repente un día en el que mis sentidos se dan cuenta que ha llegado la primavera o el otoño, que se ha terminado el verano o que acabó el invierno. Sientes de forma consciente y muy concentrada que algo ha cambiado, te das cuenta que la luz es otra y te detienes a observarla, percibes que la gente se mueve con otros gestos y te llama la atención.
El nueve de abril se casó mi hermano pequeño, pequeño son treinta años. Mi madre estaba bastante más nerviosa que él. Cincuenta y siete años, cuatro hijos y dos nietas. Intenté recordar la foto ceremoniosa que llevo viendo desde que era una niña colgada de la pared. Apenas veinte años. Uno más tarde nacería yo. Apenas seis después mis otros tres hermanos.
Mi madre trabajó en una fábrica desde los doce años, antes de casarse pidió la excedencia por matrimonio y le dieron la «dote» como todavía la llama ella.
«Mi marido no me deja trabajar» recuerdo que decían con cierto matiz de orgullo aquellas vecinas siempre dispuestas a criticarse y siempre dispuestas a ayudarse. Luego poco a poco todas fueron traicionando su refugio doméstico. Sus retoños crecían y había que pagar más facturas.
Esa fue pronto la intención de mi madre, pero un cuarto embarazo con veintinueve años le retrasó los planes. Yo tenía seis años y me preguntaron por un nombre para mi nuevo hermano. Recuerdo que una vez respondí «Malvenido». Debía estar sintiendo toda la angustia de mi madre.
A los ocho meses, mi hermano decidió adelantarse. Tras más de una hora de autobús para una revisión rutinaria, el médico le dice que deben hospitalizarla, que está de parto y viene de nalgas. Ella dice que imposible; su marido está viajando y tiene que regresar para dejar atendidos a sus otros tres hijos.
El médico le da seis horas para que se organice. Vuelve a coger el autobús organiza todo y regresa para ingresar, dormir sola en el hospital y parir por cesarea al día siguiente. Cuando llega mi padre ya habrá nacido el que siempre será su hijo más protegido, más mimado, al que alargará más la infancia.
Todo esto me lo contó mi madre hace muy poco. Casi como por descuido. No tenía importancia.
El pasado nueve de abril mi madre sufrió una descompensación de glucosa que pudo ser fatal, el estrés de la boda y la diabetes que le dejaron sus cuatro embarazos le jugaron una mala pasada que al final quedó en un susto. En el mayor susto de mi vida.
Cuando volvió en sí lo primero que dijo fue: que no se entere mi hijo que hoy es su boda.
Pienso mucho en lo invisible de toda esta heroicidad física y emocional: Orgullo de hija.