Tras el desastre ocurrido en la central nuclear japonesa de Fukushima, exactamente igual a como sucedió tras el de Chernobill —lo recuerdo con precisión—, los gobiernos que defienden la energía nuclear, junto a las grandes empresas que la gestionan o tienen intereses en esa forma de producción de energía y los medios de comunicación y opinión partidarios, han repetido, como orquestados por una misma batuta, una idéntica solfa discursiva, en dos de cuyos estribillos más vistosos —o que a mí me han parecido tales— voy a intentar detenerme a mi modo.
1. La emoción y el progreso
El primero de ellos consiste en reiterar ante la opinión pública que, ante las consecuencias de la catástrofe, lo que hay que evitar sobre todo es dejarse “llevar por la emoción” del momento a la hora de considerar la conveniencia o no de esa forma de generación de energía. En estos momentos —afirman con distintas variaciones de tono políticos y “opinionistas” (neologismo que tal vez convendría adoptar para designar a quienes siempre dan su opinión sobre todo y distinguirlos así de los “analistas”, que serían los que intentan en cada ocasión hacer un análisis, con datos y conocimientos sobre el asunto en cuestión)— lo menos indicado sería dejarse “arrastrar por la emoción” o los “sentimientos” que brotan automáticamente tras el incidente para tomar cualquier decisión general. Conviene dejar que, como los reactores de la central, las emociones se enfríen para juzgar luego con ecuanimidad sobre la pertinencia o no de nuevas instalaciones nucleares o del mantenimiento de las ya existentes.
La gramática tradicional siempre ha distinguido entre “verbos de emoción”, por una parte, y “verbos de actividad mental” o de “percepción física o intelectiva” por otra. No se comportan igual ante ellos, por ejemplo en español, ni los verbos de las oraciones subordinadas que cabe enunciar con ellos en la principal. Son “verbos de emoción o sentimiento”, por ejemplo, molestar, fastidiar, indignarse, lamentar, gustar o desagradar, y también extrañarse, sentir o alegrarse y entristecerse. Con ellos en la oración principal de las subordinadas sustantivas, el hablante, mucho más que constatar un determinado hecho, “reacciona” ante él de la forma que sea y es esa “reacción” la que por ejemplo determina en español el uso del subjuntivo en la oración secundaria.
Como a la mayor parte de las personas —es de creer—, a quien esto escribe no es sobre todo que le haya molestado o fastidiado, que le haya indignado o desagradado o entristecido o bien sólo haya lamentado o se haya sorprendido o preocupado por lo ocurrido, sino que, fundamentalmente, ha visto, ha oído, ha observado y percibido lo que ha pasado y ha notado, ha reparado, en lo que ha podido o le han permitido reparar, y además ha pensado. Es decir, ha tenido lugar en él una “percepción física o mental” y una “actividad intelectiva”, una “constatación o verificación” de hechos, que es lo que denotan y expresan esos verbos. De modo que de emoción nada o, por mejor decir, de emoción mucho menos que de constatación o actividad intelectual. No es el sentimiento sino el intelecto —no es sólo en sentimiento sino sobre o ante todo el intelecto— lo que ha funcionado, en el caso, es verdad que a veces sólo probable, de haber funcionado. No es la emoción lo que ha arrastrado sino prioritariamente el hecho de que hemos visto y constatado lo que ha ocurrido, de modo que ahora no es que no podamos juzgar con ecuanimidad sino, al revés, que tenemos más datos y más conocimientos para hacerlo antes de que se nos olviden o hagan que se nos olviden.
¿Y qué hemos visto?, ¿qué hemos comprobado o verificado? Pues, por ejemplo, que los “improbables accidentes” catastróficos no son tan improbables sino que suceden, y suceden varias veces además en la vida de un hombre; que su gravedad, a corto y largo plazo, allí donde ocurre y donde no, es grandísima; que los problemas que plantea este tipo de energía están lejos de haber sido resueltos y que es muy probable que cree muchos más de los que resuelva a corto plazo; que las políticas informativas sobre la misma, cuya transparencia y celeridad son cruciales dado el peligro que supone, están sin embargo enhebradas por ocultamientos, disimulos y torticerismos.
Y también hemos recordado, y juntado piezas, y sospechado, actividades todas ellas intelectivas más que emocionales: hemos recordado —hemos atendido por ejemplo a Roberto Saviano— las fechorías de las mafias que hacen su agosto comprando residuos radiactivos en todos los países y, tras dar todo tipo de seguridades legales a las empresas productoras de desechos de alta toxicidad, esparciéndolos al aire libre, o ligeramente enterradas, en miles de lugares junto a campos cultivados o que luego serán campos cultivados o bien arrojándolos al mar, generando así una contaminación incontrolable de la tierra y el aire que respiramos y los alimentos que ingerimos. También hemos recordado que no sólo es el tema de los residuos radiactivos lo que ningún país y ninguna tecnología ha resuelto todavía de modo mínimamente satisfactorio, sino los millones de toneladas reales y concretos de desechos tóxicos que están por ahí generando enfermedad y muerte, y también negocio para países que reciben dinero por su almacenaje o su gestión (España paga a otros, como siempre) y sobre todo para las organizaciones criminales que al cabo se hacen cargo de buena parte de ellos haciendo de su capa un sayo calamitoso. Pero además de haber comprobado todo esto y que, por ende, la cacareada seguridad de las centrales nucleares es un mito, esto es, un relato bien producido, pero al cabo eso, un relato, quien esto escribe —como cada quisque por otra parte si se fija, actividad también intelectiva y no emocional— ha podido comprobar también lo que sigue: que, como ayer se levantó temprano y cogió el tren para ir a trabajar, la ciudad en la que vive tenía todas las farolas del alumbrado público encendidas como media hora después de que hiciera falta alguna, lo mismo que las primeras localidades que el tren atravesó por la mañana, y que, durante todo el día, en la institución en la que presta sus servicios, hubo que abrir todas las ventanas —como venía ocurriendo desde hacía días y ocurrirá verosímilmente durante un mes más— porque la calefacción estaba encendida y no se podía parar de calor.
Que no podemos renunciar al “progreso”, se objeta, que no podemos volver atrás. A lo que —si nos fijamos y comprobamos— parece de verdad que no podemos renunciar es a la estolidez, a la pura o mezclada estupidez que siempre ha sido una de las características o vicios más humanos, como así ha atestiguado desde antiguo el arte y la literatura, y que nada nos asegura que no haya hecho incluso sus progresos más o menos irrenunciables.
2. Generaciones y probabilidades
El segundo argumento en el que quiero detenerme, el segundo de los estribillos a los que el relato que preconiza la energía nuclear —le habíamos llamado solfa al comienzo— más ampliamente recurre, está constituido por la afirmación de que los reactores nucleares de Fukushima, como ya antes ocurrió con los de Chernobill, son de “segunda generación”, mientras que ya están dispuestos los de “tercera generación”. Ahí está la mano de santo, la patita de ganso, el as en la manga, la madre del cordero, el abracadabra que todo lo resuelve, la pieza maestra del discurso: “la tercera generación”. Parece que basta con pronunciar o esgrimir ese sintagma, “tercera generación”, y ya, como por arte científica de birlibirloque, todo queda solucionado y cualquiera que quiera abrir la boca para decir lo que ve o percibe, lo que aprecia o comprueba —para formar frases con verbos de constatación o percepción física e intelectual—, no deba tener más remedio que cerrarla. Igual que si formara parte de eso que podemos denominar “palabras mágicas”, palabras que al ser pronunciadas tienen un valor perlocutivo tal que obran el milagro de zanjar toda duda y allanar todo obstáculo. Menos, claro está, los de quienes a la magia del discurso anteponen de verdad el discurso de la ciencia —que por otra parte tampoco vamos a negar que no tenga su magia—, como por ejemplo Carlo Rubbia, premio Nobel de Física y actual director del centro de investigaciones e ideas para la energía de Postdam, una de las instituciones más punteras en estas materias de Occidente (chinos e indios parece que nos llevan ya la delantera).
Cuando se habla de “tercera generación” —aseguraba Rubia el 28 de marzo de 2011— no se habla en realidad más que de “cambios cosméticos”. “Hace falta otra cosa”, concluía tras un repaso a las muchas y graves pegas del “modelo probabilístico” en que se basa la argumentación nuclear frente al “modelo determinístico”, que es el que él propone como alternativa y que, si no entiendo mal, no es más que algo parecido al uso de verbos de constatación. Luego Rubia pasó a señalar las nuevas investigaciones en curso para generar energía sin tanto riesgo ni tanto gasto, una de ellas centrada en el torio en lugar del uranio.
Cambios cosméticos, elección del modelo erróneo, palabras mágicas, gatos discursivos por liebres, además de los omnipresentes y consabidos intereses económicos o la no menos omnipresente y consabida cerrilidad y papanatismo mentales. Cuestión de relatos en todo caso, de a ver qué relato puede más, por la fuerza de su Poder o por el poder de su fuerza. Por eso libramos aquí esta pequeña guerrilla, guerrilla de relatos, una, cien, mil guerrillas de relatos, armados de toda la percepción y actividad intelectiva a nuestro alcance, de paciencia y perspicacia si nos son dadas, y no tanto de emoción: escaramuzas discursivas, intentos de ruptura del frente de guerra argumental, ataques de atención, golpes de análisis, ofensivas en toda regla del cuidado por las palabras y las cosas.