Decidirme a apoyar la cabeza sobre su hombro fue mucho más difícil que bajarle la bragueta y sacarle la polla. Aquellos eran nuestros primeros escarceos sexuales y ambos deseábamos impresionarnos mutuamente. Para ello, él apostó, con admirable valentía, por llevarme a casa de sus padres. Dimos un largo rodeo por calles extrañas ante el temor de que si tropezábamos con su madre, quizá, ésta reparase en lo poco que me parecía yo a su novia.
No sin cierto desasosiego crucé el umbral de su habitación después de que hubiese cerrado la puerta de casa con cinco candados y descartado la posibilidad de arrastrar el frigorífico hasta la entrada. Enfrentarse a un escudo del Real Madrid, o a los muñecos a los que hostiaba de pequeño, me parecía tan inquietante como tener que copular bajo un poster de Hanna Montana, por eso no tardamos en movernos a un pequeño salón. Conocí a toda su familia de repente, incluida su evolución de los últimos 30 años. Los pantalones de campana del padre, las primeras fotos en la playa con el cubo y la pala, sus primeros granos, su primer equipo de fútbol, la graduación, su primera colonia Chispas…Lo miré con devoción: aquel era, o bien un hombre completamente seguro de sí mismo, o un tío con muchas ganas de follar. Ambas dolencias me parecieron bastante bien.
Como veía que no terminaba de concentrarme me puso contra la pared, contro il muro que dirían los italianos, y que suena mil veces más sucio. Las fotos familiares quedaron a mis espaldas, el vestido voló por los aires, me bajó las bragas y noté una polla bien dura por detrás llamando a las puertas del cielo. El ruido de sus pelotas chocando contra mis piernas era como una melodía rítmica y armoniosa que solo podía ir en crescendo. Las visiones fantasmagóricas pertenecían al pasado, mis mofletes se apretaban contra la pared blanca mientras la inequívoca babilla de la bien follada caía por momentos de las comisuras de mis labios. Lo oía resoplar a mis espaldas como un animal salvaje poniéndome aún más cachonda. Me acariciaba con su respiración en la nuca, podía imaginarme como una novia secuestrada en una montaña del Cáucaso y que ahora estaba siendo sodomizada por un barbudo y apuesto celta en Daguestán…Las gotas de sudor corrían por la espalda, él me agarraba por la cadera y golpeaba cada vez más fuerte con su chorreante polla….
Entonces sonó el teléfono…Era su madre. Al nonagenario abuelo acababa de darle un patatús. Su hermoso rabo se marchitó. Yo también me marchité. El mundo se hundía en el Apocalipsis. Bajamos a la calle y nos sentamos en un bar a esperar. Tras varias bolsas de patatas fritas, croissants de chocolate, cafés y chicles, propuse ir a una pensión de mala muerte a consumar nuestro amor pero él me respondió dejando caer entre mis manos un ejemplar del Cuore con los mejores bañadores paqueteros del verano. Después de más de veinte llamadas para asegurarse de que el abuelo seguía vivo, y bien vivo, y que no era necesaria la presencia de la madre en la casa buscando algún papel para el entierro, regresamos al piso. Las diligencias fueron breves, rápidas, como quien desea reparar una avería lo antes posible.
Encontramos un acomodo improvisado abrazados en el sofá, de frente, una vez más, a los recuerdos familiares. Miré la estancia con más detenimiento, los libros, la vida que había condensada en aquellas cuatro paredes y que de alguna forma tanto se asemejaba a la mía. Yo venía de algún sitio raro, pronto volvería a irme a otro aún peor y todavía recuerdo la extraña sensación de sentirme en casa, de ser feliz.