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Googlear


Hace poco estuve en una biblioteca comentando una novela mía con los lectores de un Club de Lectura. La novela cuenta la historia de un misionero en Burundi durante la guerra civil entre hutus y tutsis de los años 90. La novela está situada en un periodo concreto: el verano de 1995. Uno de los personajes de la novela es una enfermera poliomielítica que se llama Séraphine y que se dedica a vender medicamentos y vacunas en el mercado negro, una práctica bastante habitual en África. Gracias a esos tejemanejes, Séraphine tiene una casa y un coche y un teléfono móvil.

 

¿Teléfono móvil? ¿En Burundi? ¿Y en 1995? Eso es lo que le sorprendió a una de las lectoras del Club de Lectura. “Pero si yo no tenía móvil en 1995 -me dijo-. Ni nadie que yo conociera en España”. 

 

Me empezaron a temblar las piernas. Aunque no creo en la supuesta fidelidad notarial de las novelas, sí creo que deben reunir un mínimo de veracidad. Una novela es un mundo paralelo, pero en ese mundo deben regir las mismas leyes de la probabilidad que rigen en nuestro mundo (a menos que se trate de una novela de ciencia-ficción o de una novela de Haruki Murakami). Y si un personaje de una novela tiene un móvil cuando eso es imposible porque en ese país no hay cobertura telefónica de móvil, de algún modo ese personaje ya no tiene sentido y tampoco lo tiene la novela, así que todo ese mundo paralelo que hemos construido queda invalidado, igual que ocurre cuando un detector de billetes detecta como falso el billete de 50 euros con el que íbamos a pagar una camisa.

 

Cuando creé el personaje de Séraphine, no se me ocurrió verificar la información de los móviles que había en Burundi. Estaba demasiado preocupado por la trama de la novela y por la complejidad de los personajes, así que no podía perder el tiempo buscando datos que en aquel momento me parecían irrelevantes. La verdad es que ni siquiera sabía si había cobertura de móvil en Burundi en 1995, pero necesitaba para la trama de la novela que Séraphine tuviera un móvil. Y así lo escribí.

 

Lo repito: cuando oí la objeción de aquella lectora, me empezaron a temblar las piernas. Y en cuanto regresé a casa, me propuse averiguar la verdad. Y como es lógico, recurrí a Google. Me llevó más o menos una hora y no fue una búsqueda fácil, pero al fin encontré dos páginas que informaban del número de usuarios de teléfonos móviles que había en el año 1995 en todos los países del mundo. Y para corroborarlo, aquí pongo el enlace de una página web: http://www.nationsencyclopedia.com/WorldStats/ADI-mobile-phone-subscribers.html

 

Fui leyendo los datos. En los Estados Unidos había 13 millones de usuarios de móvil en 1995 (sólo un diez por ciento de la población). En España eran 900.000 (también muy pocos; ahora hay 48 millones de líneas de móvil, es decir, más líneas que habitantes). Al ver tan pocos usuarios, me entró el canguelo. Y después de dejar atrás las estadísticas de otros países -Australia, Suiza, Canadá, Francia, Tailandia, Japón, Nueva Zelanda-, llegué con un nudo en la garganta a los países africanos. Fui leyendo el listado. En Egipto había 7.368 usuarios. En Gabón, 4.000. En Camerún, 2.880. En Benin, 1050. En Guinea, 950. ¿Y Burundi? ¿Dónde diablos estaba Burundi? Ya me temía lo peor cuando al final de la lista di con el dato que estaba buscando: Burundi tenía 564 usuarios de telefonía móvil en 1995. ¡564! Suspiré de alivio, porque uno de aquellos usuarios podría haber sido Séraphine, la enfermera poliomielítica que en mi novela traficaba con medicamentos en el mercado negro y se había comprado un coche y una casa y un móvil.

 

La verdad es que me salvé por los pelos. Según las estadísticas, había muchos países africanos que no tenían cobertura de móvil o tan pocos usuarios que era muy difícil que una enfermera poliomielítica hubiera podido tener un celular. En la República Centroafricana, por ejemplo, sólo había censados 44 usuarios. Y ninguno en Ruanda, ni en Sudán, ni en Etiopía, ni en Somalia, ni en Níger, ni en Mozambique, ni en muchos otros países africanos. La cifra se repetía sin cesar: 0 usuarios. Pero en Burundi había 564 usuarios registrados. O sea que la verosimilitud de Séraphine estaba asegurada. Qué susto. Y qué alivio.

 

Ahora bien, todo esto me plantea un problema. Un lector de hace quince años nunca me hubiera hecho la pregunta que me hizo la lectora. El lector anterior a la era Google era más crédulo en estas cuestiones y confiaba en la veracidad del autor. A ese lector le preocupaba otra clase de veracidad: la histórica, la psicológica, pero no la factual. De hecho, era imposible encontrar esa clase de información (¿cuántos teléfonos móviles había en Burundi en 1995?), a menos que uno invirtiera un mes de trabajo en esas búsquedas agotadoras y en cierta forma absurdas. No existía Google, ni tampoco el correo electrónico, o casi no se usaba, así que había una serie de datos que se daban por supuestos sin mayores complicaciones porque era imposible obtenerlos. ¿A quién se le podía consultar eso? A nadie, o sea que nadie se lo plateaba.

 

Pero ahora ya no es así. Y escribimos novelas sabiendo que el lector googlea mucho más que nosotros. Y eso nos crea una angustia que puede resultar contraproducente, porque es probable que acabemos invirtiendo más tiempo en verificar datos superfluos que en concentrarnos en la intensidad narrativa y emocional que exige una novela. Lo importante de Séraphine era su amor contrariado por un hombre que era mucho peor que ella, y su pierna ortopédica que hacía ñic ñic ñic cada vez que daba un paso, y su astucia que le hacía más daño a ella que a los demás, y su vida sometida a toda clase de riesgos en un país en el que la vida de una mujer no significaba nada. Eso era lo importante, y no ese móvil que hasta ahora no he podido comprobar si era posible en Burundi en 1995 o si era un simple disparate narrativo. Por suerte no lo es, pero Séraphine es más importante que todo eso, ¿o no?

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