La beatificación de Juan Pablo II ha producido un entusiasmo extendido en el mundo católico y algunas críticas aisladas. Los más sostienen que fue una figura humanamente excepcional, llena de virtudes. Los menos que se ha procedido con excesiva rapidez, -lo cierto es que ni la Iglesia ni muchos fieles querían esperar cinco años para iniciar el proceso-, y que, aún admitiendo todos sus atributos, su papado también tuvo sombras.
Hay, con todo, un convencimiento generalizado de que el Papa alteró el curso de la historia. ¿Lo hizo realmente? Se alega especialmente que el Papa polaco fue trascendental en la caída del telón de acero y en la explosión de la Unión Soviética y de su imperio. La realidad es que el sistema soviético estaba podrido y exhausto. Gorbachov se percató, en cuanto llegó al poder, de que la maquinaria soviética era incapaz de resistir una carrera de armamentos con Estados Unidos y simultáneamente poder proporcionar un mínimo de bienestar a su pueblo. La brecha entre el progreso y el bienestar de la población entre occidente y Rusia crecía.
Es creíble, por lo tanto, que incluso sin la figura del Papa el dirigente ruso hubiera tirado la toalla. Ahora bien, no hay duda de que Juan Pablo II aceleró el derrumbe del sistema y su importante desprestigio en los Estados vasallos de la Unión Soviética. El primer viaje del pontífice a su tierra natal fue trascendental en este sentido. En sus multitudinarias intervenciones públicas, el Papa dio a entender que Polonia no era una nación comunista, que se le había impuesto esa ideología y que la división de Europa por la que medio continente quedaba subyugado a la URSS no era aceptable. Fue una gran lección de dignidad, diría el periodista polaco Adam Michnick. Un año más tarde, se creaba, con Lech Walesa, el primer sindicato libre de Polonia: Solidaridad. El camino hacia la libertad de Polonia, Rumania, Checoeslovaquia, Hungría, Lituania… quedaba más expedito.
Los dirigentes soviéticos vieron el peligro que representaba el Papa Wojtila. Un informe de la KGB decía que la elección en el cónclave del polaco “era una conspiración germano-americana para lograr la desestabilización de Polonia como primer paso para la desintegración del Pacto de Varsovia”. Un periodista italiano conocedor del Kremlim apuntaba que los soviéticos preferirían a Solzjenitsin como secretario general de la ONU antes que ver a un polaco de Papa.
No es extraño, en consecuencia, que el atentado que sufrió el Papa en la plaza de San Pedro hace justamente 30 años haya sido atribuido a las autoridades soviéticas que, a través de los servicios secretos búlgaros, habrían contratado al autor, el turco Ali Agca. Una comisión parlamentaria italiana concluyo que “más allá de toda duda razonable, los dirigentes de la Unión Soviética decidieron eliminar a Juan Pablo II”.
La duda sigue ahí. El Papa, caritativa o ingenuamente, diría en una visita a Bulgaria en el año 2002 que “no podía creer en la hipóteis de la pista búlgara”.