Las observo con atención en su pausa para comer. Todas ellas superan la cuarentena con más o menos garbo. Chapurrean como gallinas cluecas un libanés caótico que mezcla árabe, francés e inglés. La más joven ha sido madre por primera vez hace solo unos meses y comparte con las otras la enternecedora visión de su retoño llevándose el pie a la boca y chupándose el dedo gordo. Todas suspiran y babean como si no hubiera mundo más allá del paritorio y los salones de belleza.
Comparan a cómo está el mercado de esclavas. Las filipinas, para lo feas que son, no paran de echarse novios, pero es que las etíopes se están subiendo a la parra y exigen ya bastante pasta por dejarse violar. Lo último, parece ser, son las chachas de Kenia. Si las azotan, alguien tratará de convencerlas de lo dichosas que son. No en vano, el cinturón era de Chanel…
La conversación no tarda en derivar hacia lo gordas que están; las tías no parecen darse cuenta de que su problema no es la gordura sino la cara de pasa mustia que se les ha quedado con el pasar de las años de tanto pepinillo hervido que sacan del tupper. El moreno libanés, resplandeciente en la juventud, no ha tardado en convertirse en el desteñido cetrino de una oliva podrida. Todas quieren hacer gala de una educación y saber estar exquisitos, son exageradamente amables, sonríen siempre o lo que equivale a decir sin el menor motivo, se conducen con esa mutilada interpretación de la feminidad que han hecho las árabes, colocando a la mujer en el papel de un jarrón de motivos amables y armoniosos destinado a agradar. En cuanto a mí, mojo con sorna una inmensa chocolatina rellena de coco en el café después de haber desayunado una especie de pizza de tomillo y queso, de proporciones aptas para una cazadora de bisontes. Por suerte, la pantomima del descanso se ha acabado y regreso al sexto piso, junto a las niñas…
Una brisa ya calurosa se cuela por la ventana, ellas agachan la cabeza concentradas sobre sus exámenes. Las miro, me doy cuenta de que con cariño, mientras releo las redacciones que han preparado en casa. Rima es una verdadera hacha, tiemblo cada vez que anuncia con tono solemne que va a preguntar algo acerca del subjuntivo español. Dice que algún día se operará la nariz para ser tan guapa como las otras chicas libanesas, sin saber, por el momento, que con su inteligencia y todos los idiomas que domina, pronto se comerá con patatas fritas a las otras, a las que solo podían ofrecer una nariz perfecta. Rima maneja al dedillo las expresiones más variopintas; escribe sobre su futuro que “en el 2030 habrá tenido hijos como parar un tren: Violette, Elisabeth, Yasmine, Octavia, Elias, Abdo, Seba y Doumit”.
Hiba se esconde tras una lacia y sucia melena negra. Desde que su padre murió se siente terriblemente perdida, duda de si misma, le da miedo abrirse, le da miedo reconocer que, quizá, le gusten las chicas…Tiene unos bonitos y sinceros ojos negros, una gran sensibilidad que la lleva a afirmar “prefiero no imaginar nada, así no me sentiré defraudada”. Hiba teme quedarse sola, cree que todos van a abandonarla; y a mí me encantaría poder calmarla y explicarle que su desconcierto es momentáneo, que todo pasará, que no se prive de “ver” porque la suya es una visión afortunada….
La pequeña y delicada Mir, con su pelo corto y reivindicativo, también me ha sorprendido. Con trazo firme ha escrito: “Si me quedo en el Líbano no tendré niños. Creo que sería una tortura que un niño viviera todos los conflictos y guerras que he vivido yo”. Sueña con ser fotógrafa y traductora, quiere viajar por el mundo y dejar atrás ese Líbano paradisíaco y lúdico que solo convence a los imbéciles. Su amiga Lia, armenia, rubia y oronda, siempre dispone de una sonrisa y un abrazo maternal para las otras. Procede de una familia muy religiosa y si al principio aleccionaba a las demás sobre el correcto comportamiento moral y matrimonial de una mujer honrada, ahora intenta llevarme, de la misma forma, a mí por la senda del Señor. Incluso se muestra dispuesta a presentarme al cura que soluciona todos sus desvelos terrenales, a ver si puede arreglar también los míos… Lia, mil veces más grande que su gordura, responde cuando pido un ejemplo de indiferencia: “Sí….Me importa tres cojones”. Y acto seguido se santigua mirando al cielo y vuelve a sonreír.
Fenta es la más tímida del grupo. Sus colegas la acusan de tener en el fondo muy mala leche porque como detesta la comida de la cafetería y no se alimenta hasta que llega a su casa, a las 5 de la tarde, o está a punto de desfallecer o de atizarle a alguien. Aplicada y estudiosa, combina unas botas rosas de corazones con multitud de bolsos en todos los tonos de rosa posible. Quiere ser embajadora, o empresaria, o traductora, pero siempre en su despacho rosa. Fenta se ríe por lo bajini cuando las otras hacen algún comentario picarón pero aún no se ha recuperado del susto y del asco que le dio mi lista de piropos hispánicos y amenaza con vomitar si alguna vuelve a repetirle eso de “nena, te comía to´ lo negro….”
En la esquina, por último, se sienta Nisrine, con su rubio artificial, sus uñas pintadas de rojo llameante y sus colgantes de una chatarra que pretende emular el oro. Nisrine solo quiere ser feliz, que le permitan ser feliz. Un día me contó que llegó a Beirut hace unos años escapando de Bagdad. No le gusta demasiado hablar de Irak y sabe más sobre su país de acogida que sus propias compañeras libanesas. Es ambiciosa y muy trabajadora, porque es consciente de que en cualquier momento todo podría venirse abajo…
Me entregan los exámenes, como si el resultado me importara algo…Este verano van a licenciarse y será un gran honor acompañarlas.