La reina de Inglaterra Isabel II visitaba ayer Irlanda, y su coche oficial avanzaba solemne por las avenidas vacías, limpiadas para la ocasión por la policía autóctona. La Presidenta de Irlanda la recibió en el palacio gubernamental, y escuchó junto a ella el Dios salve a la Reina, tragándose siglos de orgullo irlandés, porque así lo requería la Alta Diplomacia.
Rosalía, la alumna más hermosa y decidida de mi clase, es argentina y los tiene bien puestos, como buena porteña. Terminó la clase de ayer, ofuscada, y al pasar por mi lado, musitó: “Un bárbaro irlandés es lo que es este autor. ¿Y dicen que Valle-Inclán lo copiaba? Ya quisiera él llegarle a las suelas de los zapatos a Valle.” Rosalía acababa de leer en clase el personaje de Maurya, la protagonista de Jinetes hacia el Mar, de Synge, y parecía no haberle gustado nada la experiencia.
No sabe Faba si la Presidenta de Irlanda, o la mismísima Reina de Inglaterra, andarán hoy tomándose manzanillas a destajo, y alkaseltzers por cajas, para compensar la descomposición de estómago que habrán debido sufrir, tras una visita política tan indeseable. Ni un solo monarca inglés se había atrevido a pasearse por Irlanda desde la independencia alcanzada en 1922. Por el contrario, en las calles de Dublín, por donde no pasaba el cortejo de la Reina de los ingleses, se amontonaban los irlandeses furiosos, indignados por el insulto que les suponía recibir la visita oficial de la reina de un país vecino, que aún les tiene ocupado el Ulster, (la perla más deseada de Irlanda), continuando el agravio histórico de una invasión en toda regla.
Irlanda pasó a ser parte de la Gran Bretaña, a comienzos del S. XVII, en tiempos de Enrique VIII, quien además de iniciar el Cisma Anglicano con Roma, y mandar ejecutar a varias de sus seis esposas, se encargó de perpetrar la invasión irlandesa, y de prohibir la lengua gaélica, así como todas sus instituciones, y cualquier manifestación pública de su ancestral cultura céltica.
Quizás el conflicto suministrado por este odio al invasor, permitió a Irlanda dar a la patria y la lengua de Shakespeare sus mejores dramaturgos. William Congreve, el más famoso autor de la Restauración británica, había sido criado en Irlanda, estudiando en el prestigioso Trinity College de Dublín. Oscar Wilde y Bernard Shaw habían nacido en Irlanda. Con posterioridad a J.M. Synge y William B. Yeats, (considerados los padres del teatro irlandés), habrían de venir Sean O’Casey, Samuel Beckett, Jim Sheridan…; sin contar con los dublineses James Joyce o Jonathan Switt, padre literario de Gulliver.
El teatro es la patria del idioma, allá donde se represente, encarna la cultura a la que pertenece. La prueba del algodón de las nacionalidades no la suministran sus derechos políticos históricos, sino la existencia de una literatura en lengua autóctona. Paradójicamente, los irlandeses, tan orgullosos y convencidos de su espíritu nacional por encima de los ingleses, no se habían tomado la molestia de producir una literatura en lengua propia.
El joven, inquieto y servicial William Butler Yeats, ejerció de secretario de una aristócrata irlandesa, Lady Augusta Gregory, autora a su vez de comedias teatrales. Con el dinero de una y el empuje del otro, consiguieron numerosos apoyos para fundar el Irish Literary Theatre en 1899, de donde habría de surgir el mítico Abbey Theatre de Dublín, tan importante en la cimentación de la futura nación irlandesa.
No resulta extraño que fuera el laborioso Yeats quien captara para la causa independentista al descreído poeta y músico irlandés, J. M. Synge, que residía en París por esas fechas. El atípico e inclasificable Jonathan Millington Synge se mostraba más interesado en escuchar y anotar lo que le contaban los viejos de la cercana campiña parisina, que en asistir a las tertulias literarias de los cafés de la rive gauche del Sena. Para Synge cada anciano del campo era una enciclopedia viviente, la memoria de una sociedad agrícola que con ellos estaba desapareciendo. Por eso los interrogaba, y escuchaba todas sus historias y canciones, para fijarlas y que no murieran en los labios de sus portadores.
Enterado Yeats de la singular metodología creativa y documentalista de Synge, le ofreció hacer lo mismo en Irlanda, a expensas de Lady Gregory. Lo enviaron a las islas más apartadas y occidentales de la costa oeste irlandesa, Las islas Aran, y allí se instaló Synge en los altos de una taberna de Kerry, para empaparse de Irlanda profunda a través de las historias y leyendas de sus nuevos paisanos isleños.
El resultado de esta hazaña literaria, (casi puramente mercantil y política, en un comienzo), produjo una obra de gran calidad literaria y una inusual vitalidad artística. Junto al débil teatro afrancesado de Lady Gregory, y el acartonado teatro legendario y mitológico de Yeats, el teatro de Synge desembarcó en el distinguido escenario del Abbey Theatre, como una piara de cerdos -vivos, lujuriosos y malolientes- para cantarle las cuatro verdades al público acerca de Irlanda.
Con pateos y abucheos recibieron los irlandeses más distinguidos e independentistas al teatro de Synge. Lamentaban su obscenidad, y que se mostrasen en escena los peores defectos del alma irlandesa. Además, sus mujeres eran retratadas tan lujuriosas y libres como las de la Roma clásica. Y por si esto fuera poco, hablaban en esa jerga ruda y grosera de los marineros de la costa oeste de Irlanda.
Los empeños y logros del teatro irlandés de comienzos de siglo XX ayudaron tanto a forjar la identidad nacional y su lucha por la independencia de Inglaterra, como la más feroz lucha armada. En 1923, un año después del renacimiento de la patria irlandesa, Yeats obtuvo el Premio Nobel a los 58 años. Fue toda una bofetada a Inglaterra, este temprano reconocimiento de la Academia sueca a un autor y poeta de un país recién nacido.
Por el contrario, el sencillo de J. M. Synge había salido -unos años antes- por el foro, sin hacer ruido. Falleció prematuramente en 1909, a los 37 años. Había dejado escritas cinco obras, que habrían de transformar con su influjo el teatro poético de Europa, y especialmente el de España. Juan Ramón Jiménez afirmó que lo mejor del teatro de su amigo Valle-Inclán, ya había sido escrito por Synge unos años antes. El manantial de los santos del autor irlandés sería -según Juan Ramón- la fuente donde Valle bebió para escribir Divinas palabras.
Por su parte, Federico García Lorca quedó fascinado con el lenguaje, la poesía, y la cultura popular retratada en Jinetes hacia el mar, de Synge. Un gran sector de la crítica coincide en reconocer la deuda literaria que mantiene Bodas de sangre con la citada obra. Lorca se interesó tanto por el teatro de Synge, que declaró estar traduciendo El botarate del oeste, la más polémica de las obras del autor, para estrenarla con La Barraca.
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Como está escrita en un acto, decidió Faba que sus alumnos leyeran de una tacada, Jinetes hacia el mar, en clase. Al pertenecer a la especialidad de Dramaturgia, no resultan afinados intérpretes, ni tienen por qué serlo. La más decidida de la clase organizó -por sugerencia del profesor- el reparto; y llevando la contra a su norma, eligió leer ella misma a la protagonista absoluta de la pieza: la vieja Maurya. Una madre que habla de tú a tú con el océano, que le ha arrebatado a su esposo y a seis de sus hijos varones. Durante la acción de la obra ya sólo le queda uno, el más pequeño, al que tiene prohibido embarcarse bajo ninguna causa. Desobedeciéndola, el joven se echa a la mar, para mercadear con sus caballos en otra isla. Maurya sabe que tiene perdida con el mar la partida. Al final de la obra -tan corta como intensa- le traen a la madre el cuerpo recién ahogado del último de sus hijos.
Leyeron casi todos como suelen hacerlo, discretamente; pero, sin embargo, también sucedió algo extraordinario: la alumna que leía a la Madre, terminó poseída por el dolor del personaje. Su voz se transformo de la cantarina melodía rioplatense que la adorna, para hacerse grave y lúgubre como una campana en noche de niebla.
Las primeras impresiones de los alumnos oyentes fueron favorables, habían visto muchas imágenes y recibido muchas emociones. Las largas y constantes acotaciones de Synge, convierten la lectura casi en una puesta en escena. La precisión de las situaciones, e incluso la de las frases y cada una de sus palabras, (a pesar de haber sido vertidas a la lengua española), resulta sobrecogedora.
La única que no había soportado la lectura había sido Rosalía, tras leer el personaje de la madre. Le parecía tremendista y truculento este bárbaro del norte que había llevado al extremo lo peor del melodrama. Aunque quizás bajo esa fobia visceral confesa, lo que se ocultara en realidad fuese que no soportara haber experimentado en sí misma la fuerza metamórfica del mejor teatro: resucitar la vida con el mero uso de las palabras.