A mí este nombre de “los indignados” me sigue sonando un tanto despectivo. Como si un adolescente se hubiese levantado un día por la mañana y se indignase furibundo al ver una enorme espinilla en su nariz. La imagen es más bien otra: uno se despierta un día tras otro y repara en que le han quitado un poco de sangre por la noche, silenciosamente, sin su permiso; le han amputado una mano, paga por las sábanas cagadas de otro y un coro de enfermeras sonrientes con el escudo autonómico en la manga de la bata le recuerda que velan por su bienestar. No es indignación, es vergüenza ajena.
Sin que sirva de precedente voy a hacer acto de presencia. Ni siquiera somos 20. La comunidad española en Beirut es modesta. Nadie pretende nada, está todo más que dicho. Los vecinos que acuden a una iglesia cercana miran curiosos por si en la embajada organizan un after-house de verano. En la puerta de la cancillería no tardan en aparecer dos miembros de seguridad. El primero, trajeado, cuadrado y con walkie-talkie, no superaría ni unas pruebas para ser auxiliar de azafato en La ruleta de la fortuna. Su compañero, con la mandíbula desencajada por la risa, departe a gritos con unos obreros sirios sobre la belleza de las presentes, con la misma desenvoltura del ganadero acostumbrado a valorar la mercancía antes de meterle la mano en el culo a la vaca.
Me pregunto de qué se reirán los muy imbéciles….¿se reirán por la pasta que cobran por todo lo que no podrían evitar…?, ¿se reirán por ese plus de peligrosidad sólo otorgado a los que saben esquivar con la misma destreza talibanes y tetas de plástico en la oscuridad de la noche?, o tal vez ¿se reirán por qué las sobras para el perro, en Beirut, son manjar…?
Y a mí, curiosamente, lo único que me causa risa es que ellos, babeante la boca de España, hoy forman parte de ese ejército de gusanos que por dentro la devora.