A Amnistía Internacional le ha costado 50 años reunir a 65.000 socios en España. Parece mucha gente, pero no lo es. Las concentraciones más multitudinarias del movimiento ultrademocrático del 15M en la madrileña Puerta del Sol lograron poner juntitas a unas 30 o 35.000 almas. Parece mucha gente, pero no lo es. No habrá nadie para exigir los derechos de los pueblos indígenas que, según se está evidenciando en Nueva York (en el Foro Permanente de la ONU), están siendo aplastados por este modelo económico y por esta indolencia mundial. Tampoco habrá nadie para pedir el final de la hipocresía internacional en la gestión de las mal denominadas «primaveras árabes».
Donde sí había gente era en la celebración del triunfo del Barça. 100.000 en el estadio, más del doble en la calle, y millones de televidentes y fanáticos repartidos en las cuatro esquinas del planeta que hubieran deseado estar. El circo sigue siendo un éxito entre las masas. O no hemos evolucionado mucho desde que Roma encumbrara el bajo espectáculo de las pasiones o la infantilización de la sociedad no tiene límites. Nada en contra del fútbol ni de sus feromonas, pero sí parece excesivo el frenesí de la afición, la facilidad con la que se echa a la calle sin que nadie la empuje, el gusto por el circo hasta cuando no incluye el pan imprescindible (creíamos) en la fórmula.
Estar desempleado, comiéndose los mocos y luchando contra la depresión familiar no es motivo para salir a la calle; tampoco la permanente violación de los Derechos Humanos que nos recuerda Amnistía Internacional y otras heróicas organizaciones menos conocidas que están en primera línea; menos aún excitan a las masas conceptos más generalistas como la justicia, la equidad o el derecho de la infancia a la idem.
Esta es la balada triste sin trompeta que ya glosó Gabinete Galigari a mediados de los 80: «Sabemos que nuestros hijos segurián / Al frente de las estadísticas / Que nominan a nuestra tropa / La más inculta de Europa / Somos los que, no saben no contestan / con excepción del 1×2 / Somos los que / no tienen biblioteca / Y somos más de un millón / Bastantes más de un millón / Somos los que llenamos los estadios…».
Esta es una balada deprimente jaleada por las televisiones y los periódicos que hacen un despliegue de medios que racanean para las noticias importantes porque, imagino, no son tan rentables. La triste sintonía solo se ve compensada por las buenas energías de los que sí piensan, de los que sí pelean, aunque les guste el fútbol y aunque estén felices por el Barça (es decir por el hecho de que unos niños millonarios que corren con poca ropa y gustan de escupir frente a cámara sean más millonarios ahora, bailen como borrachos sin casa a la que regresar y escupan en loor de multitudes).
Es extraño, sin embargo, el paralelismo de la actualidad. La alegría de los que ayer recibieron a Zelaya en Honduras, no por quien es, sino por lo que representa su regreso; la tristeza de los familiares de los 10.000 cuerpos de desaparecidos identificados en Colombia; la intensidad de los debates en Nueva York creyendo que algo se hace por los amenazados pueblos indígenas del mundo; la cotidiana condena de la crisis económica que recae sobre los que no son culpables; la fiesta culé sin freno que fue la pre-excusa para apalear a los acampados en Plaça Catalunya y de cuyo costo para las arcas públicas nunca sabremos…
Hay dos opciones: o seguimos escuchando al imbécil que nos anestesia con la trompeta o se la quitamos y empezamos a cambiar la música de esta película de la que, hasta ahora, no somos protagonistas.