El restaurante luce un aspecto descuidado, “cascado”. Quizás hace 30 años vivió su época de fasto y boato, pero ahora, atrapado entre una carretera general y el mar al sur de Saida se deja morir poco a poco. Solo una mesa en el interior está ocupada por cuatro militares. En la enorme explanada exterior de mesas y sillas cubiertas por un toldo un hombre fuma un narguileh. Otro rellena una modesta piscina levantada con cemento sobre la arena. Extendiendo la mano casi se puede tocar el agua templada. El musgo verde y brillante de las rocas se mueve de un lado a otro con cada empujón de las olas. Hay pescadores, silenciosos, absortos, con la piel cuarteada como la de un camaleón. Desde la mesa se divisa la inquietante silueta del Hotel Mounes en una lengua de tierra ganada al mar. Vacío en mayo, cual armatoste perdido en un solar de Sarajevo, y todo indica que también en junio, julio, agosto…ofrece por 40 dólares la noche la tranquilidad y el abandono más absoluto: sillas blancas de plástico apiladas en las esquinas, manchas de salitre devorando un azul ya descolorido, un manguerazo reciente salpica aún el suelo, las cortinas de las habitaciones ondean harapientas al viento y unas cuantas barcas yacen amarradas en el embarcadero. En la costa, los bloques de dos pisos, a punto de caerse al Mediterráneo , ofrecen un paisaje aletargado bajo el calor. Hizbollah, en forma de militar jovenzuelo y sonriente, indica que está prohibido hacer fotos. Nunca se sabe lo que puede haber escondido en esas casas a medio construir falsamente despobladas. Varios niños pequeños corretean despreocupados. El Líbano que yo conozco no es un país demasiado empeñado en odiar. Israel está en boca de los de siempre, de los que pueden hacer negocio de él.
Imagino cómo sería una novela que se iniciase aquí, quién sería el protagonista, de dónde habría venido, hacia dónde iría….por qué habría llegado una soleada mañana de mayo al Hotel Mounes de la bíblica Sarafand…