Hablábamos la semana pasada del Maracanazo y de lo que significó para todo un país el triunfo del underdog por excelencia en la Copa del Mundo más predecible, según parecía, de todos los tiempos. Hablábamos de Obdulio Varela, Schiaffino, Ghiggia y la revolución tecnológica que marcó el certamen. Hablábamos también del silencio más ensordecedor que se pueda imaginar, y nos quedamos con la figura de Varela, entre los aficionados locales, bebiendo toda una noche, compartiendo una tristeza que no era suya.
Pero echemos atrás algunas horas y volvamos al partido de fútbol, con el marcador empatado a 1 y con, exactamente, 11 minutos por jugar. Fue en ese momento cuando Alcides Ghiggia, desesperado, tal vez, disparó al arco desde un ángulo cerrado y, contra todo pronóstico, batió al larguero brasilero, Moacyr Barbosa, por el primer palo. Ahora, todo niño mayor de siete años sabe que la principal responsabilidad del portero en una jugada de penetración por las bandas es tapar, por encima de cualquier cosa, su palo. Por lo tanto, toda la afición del Maracaná mayor de siete años de edad supo, inmediatamente, que ese gol había sido culpa de Barbosa. Y ese fue el gol que, en última instancia, privaría a Brasil de su primera Copa del Mundo, en casa, frente a 200.000 personas.
La vida del arquero después de aquello fue una amargura marcada por el rechazo social y el estigma de haberle costado a todo un país más pena de la que cualquiera debería sufrir. Vaya paradoja. Poco antes de su muerte, en el año 2000, se transmitió una entrevista con Barbosa que, más que nada, confería un enorme sentimiento de lástima: nadie merece tanto castigo. Algo similar a lo que le ocurriría a Jürgen Sparwasser con su histórico gol a la RFA en el ’74, del que hablamos hace algunas semanas.
Pero, volviendo al estadio aquel 16 de junio de 1950, aún queda por describir la confusión que reinó entre los organizadores cuando el colegiado inglés, George Reader, decretó el final del partido y la victoria definitiva de los charrúas. La emoción entre los jugadores celeste era tan evidente como el desaliento de los cariocas, pero lo impresionante fue que Jules Rimet, mítico presidente de la FIFA, saltó al terreno de juego sorprendido como el que más. No hubo ceremonia, ni discurso de entrega, ni siquiera una triste felicitación, pues nadie había contado con la posibilidad de una victoria uruguaya. Así que Rimet, rodeado de miembros del comité organizativo y personal de seguridad, todos tan desorientados como él mismo, se limitó a encontrar al capitán de la selección campeona del mundo y, sin mayor protocolo, a partir de aquel pandemonio, tras presentarle la copa de oro a Obdulio Varela.
Curiosamente, a Rimet le sucedería lo mismo cuatro años más tarde, cuando Alemania venciera a Hungría en el milagro de Berna. Pero para entonces ya se habían aprendido las lecciones del pasado y, a pesar de las expectativas, la ceremonia se había preparado para cubrir cualquier eventualidad. Pero esa es arena de otro costal y para la Copa del Mundo del ’54 ya habrá otra oportunidad. Por ahora los dejamos con la sorpresa de Rimet, la crueldad de toda una nación y el palmarés de Moacyr Barbosa, uno de los más grandes porteros en la historia del fútbol brasilero y el más grande chivo expiatorio en la trayectoria deportiva de esa misma nación:
Barbosa jugó como profesional por 23 temporadas, desde 1940 hasta 1962, pasando por cinco equipos, entre ellos el Vasco da Gama con quienes consiguió el Campeonato Carioca en el ’45, ’47, ’49, ’50, ’52 y ’58, además de conseguir el Campeonato Sudamericano de Campeones en 1948. Con la selección nacional participó en 20 partidos entre 1949 y 1953, alzándose con la Copa América en 1949 y llegando apenas a convertirse en sub-campeón en la Copa del Mundo de 1950. Vaya fraude.