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Mientras tantoTe voy a maldecir, moreno

Te voy a maldecir, moreno

Si no fuese tan puta   el blog de Manuel Jabois

 

La primera vez que alguien me maldijo oficialmente, con toda la liturgia, fue cuando tenía veinte años. Se acercó una gitana con un cesto de mimbre bajo el brazo por los alrededores de la iglesia de la Peregrina, me cogió de la mano y por un momento pensé que me iba a sacar a bailar. Le pregunté qué hacía pero no dio explicación lógica. Sólo anunció que iba a leer el futuro, y me empezó a pasar por la palma un dedo mugriento mientras yo veía que el único futuro que me esperaba era el de la pastilla de jabón en el primer bar que encontrase. “Veo en tu corazón una rubia y una morena, una rubia y una morena, una rubia y una morena”, y así echó media tarde hasta que me sacudí la mano y le dije que estaba saliendo con un señor calvo. Se pilló esta mujer un rebote tremendo y la escuché a mi espalda jurando en caló, que la vi tan emocionada soltando rayos con las manos que casi me agacho por si le salía de repente una onda vital.

 

Me mantuve al margen de futurólogas hasta que hace dos años entrevisté a un par de ellas para un reportaje. En medio de la conversación una se abalanzó sobre mí y cuando me quise dar cuenta la tenía encima adivinándome la vida. La dejé hacer porque no acertaba ni el color de mi pelo, y aquello me despertaba una inmensa ternura. Cuando acabó, fatigada, le dije que el reportaje iba a salir estupendo. Y así, de risas, me presenté hace unas semanas en la Praza da Leña a comer con una amiga. Estaba a bote, pero encontramos una mesa fresquita y allí empezábamos a comer cuando vi dirigirse hacia nosotros a una gitana enorme que se puso a mi lado y me dijo, sin mucho preámbulo, que me iba a cantar el futuro. Yo no tenía ganas de que me rompiera nadie la cabeza, pero el día era precioso, la plaza estaba llena y por allí estaba una amiga de mi madre que me tiene por perdido, así que extendí la mano resignado

 

La gitana me agarró la muñeca como si fuese un palo, que no me cortó la circulación de milagro, y empezó a murmurar cosas tremendas mientras yo miraba compungido a mi compañera. “Yo leo las manos, moreno”, me dijo toda seria. “Pues será por libros”, respondí. La tuve inasequible leyéndome media hora la palma de la mano, que pensaba yo que si en lugar de las terrazas se hubiese dedicado a las bibliotecas ya tendría dos carreras. Cuando acabó me pidió muy cuca su nómina. Saqué dos euros del bolsillo y la mujer se empezó a agitar, así que le dije que si no tenía cambio no pasaba nada, que se quedara con él y ya me leería la otra mano gratis cuando nos encontrásemos.

 

“¿Tú crees que yo puedo leer el futuro por esto?”, preguntó haciendo que me tiraba la moneda a la cara (pero sin tirarla, ni ganas, que a éstas las pare el diablo). Yo no entendía nada: con trece euros más, además de leerme la mano podría leerse mi libro, que lo había escrito con las dos. Podría saberse así hasta el futuro de mis hijos. Pero no quería entrar en razón.

 

-Esto no te llega para que yo te lea el futuro.

 

-Pues entonces el futuro muy bien no me lo leyó.

 

Ahí la señora se alteró un poco, y volvió a repetir la frase pero a los gritos: “¡Esto no te llega para que yo te lea el futuro!”. La atraje hacia mí, un poco avergonzado, pues ya tenía a la amiga de mi madre pendiente de mi bronca con una gitana, y le dije en voz baja que si no llegaba ese dinero para que me leyese el futuro, me hiciese al menos el favor de leerme el pasado. Yo había pasado el último año borracho y me parecía más interesante saber lo que había hecho que lo que iba a hacer, pero la gitana estaba ofuscada y se limitó a coger una silla para sentarse junto a mí y decirme muy queda: “Te voy a maldecir, moreno”. “Ya empezamos”. Y comenzó a maldecirme mientras la plaza asistía atónita al espectáculo; tardó tanto en acabar que casi me quedo dormido y me desnuco allí mismo. Acabó marchándose moviendo el culo pesadamente de un lado a otro, apartando los curiosos que nos habían rodeado, y me quedé allí con cara de tonto, maldito perdido.

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