El poder tiene sus símbolos, sus atributos reconocidos de inmediato por iguales y subordinados. En ocasiones son sutiles, otras veces perfectamente formalizados e incuestionables tanto para quienes lo ejercen como para los que reciben su influencia.
Líderes sindicales, a falta de lideresas, se quitan la corbata para alejarse simbólicamente del poder del que se alimentan y con el que negocian. Adolescentes que quieren contestar al poder del mundo adulto con el que se enfrentan, buscan señas externas que griten que son diferentes, que en cierta medida, no se encuentran bajo su poder, que lo desobedecen.
Birretes, pelucas, puntillas, sotanas, togas, bastones, cetros, medallas…para diferenciar la presencia física. Tarimas, púlpitos, tribunas, tronos…para marcar la jerarquía del mensaje, de la decisión.
Pero hoy todo es más confuso. Docentes que tutean a sus pupilos y pupilas. Progenitores más tatuados que sus adolescentes. Princesas del pueblo. Gurús televisivos. El poder pierde sus atributos tradicionales y se hace vecinal, cotidiano. Se puede tocar, observar de cerca, preguntarle cuánto cuesta un café, saber donde veranea, cómo tiene decorada su casa.
Pero, ¿este poder sigue siendo poder aun sin sus señas de identidad? Poder en sentido de fuerza, de posibilidad de acción y dirección sobre personas y cosas. ¿O queda debilitado? Es más, ¿sigue el poder siendo lejano e inaccesible y por eso tocamos un poder que en realidad con sus símbolos perdió su fuerza?
Hay poderes con los que no se dialoga porque no tienen rostro, al menos no fotografiado a todo color en cualquier página web o revista. Y esta evidencia es transmitida cada vez que se ridiculiza a quienes hemos cedido el poder de decisión sobre nuestra autonomía colectiva en nuestras sociedades democráticas.
En este proceso de desprestigio, de vacío, de desempoderamiento de las personas que ocupan cargos representativos y de decisión, las mujeres tienen aguardándolas mecanismos tan antiguos como eficaces y rápidos: su cuerpo, su físico, su diferencia en un espacio, el espacio público del poder revestido siempre de señas de identidad masculinas.
Los hombres con poder no enseñan las piernas. Ni siquiera los brazos. Ni siquiera las mangas de camisa. Tampoco los pies. La corbata se ajusta al cuello. Manos y cabeza.Nada más. Y a veces esta se cubre. Menos cuerpo, más poder.
Las mujeres deben travestirse. Pero hay grietas: posados para revistas, diseños para las galas, cortes de pelo,maquillajes, y lo último… una señora Ministra en bikini. Y lo relevante no es la foto en bikini, sino los comentarios y tratamiento que esa foto ha recibido, muy distintos me temo que los que pudiera haber recibido el señor Aznar o Zapatero bañándose en la playa.
Es curioso, la mujer puede convertirse en símbolo de poder para el propio hombre con poder: mujeres bellas, deseadas o simplemente mostradas como objetos sexuales por hombres con poder y/o dinero. Modelos, princesas , esposas, amantes o adquisiciones fotografiadas y comentadas una y otra vez por los medios. Rara vez observaremos esto al contrario.
Los hombres no tienen peinado, vestido, escote, zapatos, culo, labios, dietas… más allá de lo anecdótico. Las mujeres siempre lo tienen. Las que no tienen poder y las que lo tienen. Para las primeras la lucha es privada aunque pueda ser colectiva, para las segundas es una batalla pública, que nos concierne a todos los que creemos en la igualdad y que excluye a las mujeres de forma contundente y eficaz de lo que el poder significa: racionalidad, respeto y con suerte, autoridad.