Me encanta que, ante el auge del libro electrónico en EEUU, mucha gente en el planeta dé por muerto el libro en papel. No saben muy bien de qué hablan.
La muerte del libro en papel es el reverso de la fe a ultranza en Internet, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, sus plataformas proliferantes de adeptos con sus extensas redes sociales.
Jean-François Lyotard clamaba en 1979 que los “grandes relatos” habían muerto. Luego vinieron los profetas del “ya no hay grandes relatos”, “vivimos en una época sin grandes relatos”, etcétera. Y estaban tan absortos en su indefensión de paradigmas, en su particular vivencia de la muerte de Dios, que pasaron por alto que el gran relato llamado Internet definía lo emergente, era el heraldo de la civilización globalizada con sus telecomunicaciones y nuevas formas culturales.
Ahora Internet y sus connotaciones es el gran relato. Dios digitalizado y sin cables. Y los que pasaron por la muerte de Dios, ahora divulgan el nuevo Evangelio: Internet y demás herramientas electromagnéticas. El libro en papel es un símbolo del pasado, con sus hombres de letras, sus editores, sus críticos, sus especialistas, sus circuitos académicos, sus lectores amantes de la tinta. Todo eso, exclaman, se acabó.
Ante la pregunta ¿qué ha pasado con los medios tradicionales a partir de la aparición de los medios sociales en Internet de este siglo?, Julio Alonso responde: “la venganza de los aficionados, antes ser aficionado era como de segunda, con la democratización, no sólo de internet sino de las herramientas, hace que haya muchos aficionados que se convierten en los nuevos expertos al usar medios sociales como los blogs. Es el fin del oligopolio de los grandes medios en la producción de contenidos”.
Tales nuevos expertos, en realidad consumidores que son clientela cautiva de gigantescos proveedores de servicios de Internet, apenas han podido advertir, quizás por estar ensimismados en sendos aparatos y redes, que transitaron de un oligopolio mediático a uno trans-mediático. La oclocracia perfecta de Internet tiene sus estratos sociales por encima de la ilusión horizontalista.
La muerte es el absoluto, la idea moderna que los postmodernos no han podido desactivar, apuntaba Vicente Luis Mora. Entre los adeptos al nuevo Evangelio el finalismo es también un rasgo común. Y debido a que las herramientas emergentes moldean a los usuarios, su personalidad se ajusta a los métodos afirmativo-negativo, aprobación-desaprobación, acuerdo-desacuerdo, propio de ciertos testeos y sondeos. En otras palabras, los códigos de por medio se basan en tal vaivén reactivo-conectivo de índole instantánea, ajeno a la reflexión y la pausa. La práctica veloz, instintiva, impera allí sobre la teoría, pues los consumidores-usuarios son operadores eficaces de lo que el sistema demanda: fluidez bajo la entropía creciente del microchip y el info-entretenimiento. El resultado es la obstrucción de la capacidad de distinguir.
Las sociedades contemporáneas siguen el patrón evolutivo de la especie, que consiste en innovar a partir de lo existente. La coexistencia de lo antiguo con lo nuevo suele ser un modelo para el desarrollo histórico. Los adeptos al nuevo Evangelio tienden a buscar la primacía de aquello en lo que depositan su fe. Por lo tanto, impera entre ellos una confianza deportiva en superar y hasta aniquilar lo que consideran viejo y superado.
El enaltecimiento del libro electrónico y sus gadgets atraviesa por la idea de acabar con el universo que rodea al libro tradicional. Una pulsión anti-intelectual que aboga por el triunfo de los aficionados. Es una suerte de rebelión trans-mediática de Espartacos digitales, evangelizadores mezcla de geek, entertainer y motivador de superación personal a la usanza de la ultra-contemporaneidad. Volteo a mi alrededor y observo un Kindle entremezclado con libros de papel. Una imagen reveladora que se proyecta aquí y ahora desde el futuro.