Perú sufre una arquitectura institucional y financiera profundamente injusta. Mientras las Instituciones Financieras Internacionales (IFIs) ponen de ejemplo el crecimiento económico peruano, la sociedad sigue sufriendo, en la mayoría, la exclusión económica y política del sistema. Sin plata y sin voz, los peruanos del interior (no la LIma elitista y gris del poder criollo tradicional) decidieron utilizar las urnas y poner en el poder a Ollanta Humala, esperanzados en que su discurso anti neoliberal se traduzca en medidas que humanicen la realidad del país.
No parece que vaya por ese camino. Humala es ahora rehen del pragmatismo político. Si durante la carrera electoral cambio su discurso radical de izquierda por un barnizado conglomerado de propuestas socialdemócratas (al estilo Lula), los primeros pasos antes de tomar posesión del cargo (el 29 de julio) son tibios, de negociación con el pasado, de negar un futuro diferente.
Su primer ministro desginado, el empresario socialdemócrata Salomón Lerner, ya ha planteado que no se irá «contra el crecimiento económico», como si ese crecimiento de la macroeconomía hubiera dejado algo a las mayorías. Un posible impuesto a la sobreutilidad de los mineros (los impuestos deberían ser sobre las ganancias) y algunos programas sociales nada revolucionarios (como que los mayores de 65 años puedan acceder a una pensión) son lo más ‘radical’ que se le ha escuchado a Ollanta Humala, que suaviza discurso y propuestas al ritmo de las bajadas o subidas de la bolsa de Lima.
El presidente electo está obsesionado con no ‘asustar’ a los mercados, en una actitud muy parecida a la de sus homólogos europeos. Ningún dirigente parace estar dispuesto a implementar un modelo de país realmente nuevo, que, a pesar de las dificultades, aliente la construcción de una sociedad más justa.
En Perú, todo ha sido frustración. Esperemos que ésta, al menos, sea limitada o que, en el mejor de los casos, este post quede como una análisis torpe de un pesimista sin solución.