El recuerdo del olor de la ciudad, tras abrir las puertas mágicas de la Estación Central de Manhattan, me perseguirá hasta la muerte. Era el olor fresco y penetrante de una mañana de invierno. Yo imaginaba el momento como si se tratara de un lector abriendo la tapa de un nuevo libro. Esta ciudad era un tomo lleno de símbolos y personajes que se encontraban frente a frente en las veredas de la calle 42. Sin embargo, por las noches, la ciudad que los albergaba pasaba a segundo plano; y dejaba que sus habitantes soñaran despiertos y que deambularan drogados por esos sueños, enredadándose en infinitas historias.
Era casi la medianoche, uno de aquellos inviernos, y mi sobretodo había perdido dos botones. Tuvo que suceder en alguna callecita entre Broadway y Washington Square. Mis manos sostenían la solapa y así intentaba protegerme del frío: el aire cortaba. Aquella noche había terminado un curso de ética periodística en NYU; y el profesor nos invitó a celebrarlo en una esquina de comida japonesa donde preparaban sake. Era mi primera vez sosteniendo la copita llena de licor de arroz. El profesor estuvo explicándonos un viaje de verano en el Asia, y una visita acompañado de los locales, guiándolo entre las matas del mejor té del mundo. Con nosotros estaba una chica venezolana que moría por ser reportera. Era delgada y llevaba un moño amarrando su cabello, dejándonos ver mejor su rostro estilizado y sus ojos muy negros. Tenía buen sentido del humor y se contó un par de chistes con turbador doble sentido, pero se despidió un poco antes de que el profesor terminara de contarnos sus aventuras; alegó que su esposo la esperaba en el Upper East Side y me dejó viajando con mis compañeros entre matas de té, con dos jarras repletas de sake. Uno a uno se fueron los estudiantes y nos quedamos el profesor, yo, y un coreano que nos confesó que había dejado a su esposa y sus hijos en Seúl para tentar suerte en Nueva York. Estaban cerrando el restaurante japonés. Nos alcanzaron la cuenta. El profesor sacó la billetera –nadie lo detuvo– y pagó los sakes. Se iba en la misma dirección que yo, pero me excusé para no acompañarlo en el tren. Antes de irse con el profesor, el coreano me apuntó su e-mail y teléfono en un papelito que se perdió en el bolsillo trasero de mis blue jeans, aquellos que la punta de la billetera agujereaba con el uso. Así que allí me quedé solo, en una esquina de Washington Square, en una madrugada fría, con dos botones menos en el sobretodo Banana Republic que me había costado una fortuna, dos inviernos atrás.
Metí el libro que estaba leyendo en el bolsillo de mi sobretodo. Apreté un brazo contra el cuerpo y crucé la plaza. Había guirnaldas de colores rojos y verdes y lámparas de papel entre los cables eléctricos y sobre los postes. Se acercaba la Navidad y lo único que el frío me recordaba era que la iba a pasar una vez más lejos de mi familia. Tarareé la primera canción navideña que se me vino a la mente: Esta Navidad me voy a regalar uun cariño nueeevo. El tarareo me hizo recordar el hambre: había tomado demasiado y comido muy poco. Me metí por la calle Waverly, haciendo memoria de un restaurante que abría las 24 horas. Se me antojaba una sopa caliente.
Era medianoche cuando entré al Waverly Restaurant, empujando las puertas, tal como yo creía que se entraba a las cantinas del Viejo Oeste. Estaba listo para ser rudo, evitar el español y masticar mi inglés con los meseros mexicanos para pedirme el último de mis descubrimientos gastronómicos: «A very hot bowl of matzo ball soup». Y allí hubo alguien. En ese refugio-cantina-restaurante de mesas de madera descascaradas y rebarnizadas, con paredes mal adornadas con pinturas antiquísimas, que remontaban la mente hacia principios de los 1900, estaba sentada, sola en una mesa, una muchacha con el cabello rojo intenso, sosteniendo Giovanni’s Room de James Baldwin. La muchacha hojeaba la novela con una mano mientras con la otra se metía en la boca, en cámara lenta, las cucharadas de un humeante caldo de verduras. Terminé mirándola. Pedí la cuenta, pagué mis tres monedas, y desde la esquina donde estaba mi mesa caminé hasta la suya para soltarle de un sopapo un valiente «No podía irme de este lugar sin decírtelo: se te ve bellísima». Me lanzó una sonrisa detrás del libro de Baldwin. Examinó mi libro. Soltó un «Faulkner es mi escritor favorito» en perfecto español con acento argentino. Me invitó a sentarme.
Era una estudiante del doctorado de español en NYU. El español lo había aprendido en unas clases de verano intensivas en las Islas Margarita y en una larga estadía en la Argentina. Sabía todo lo que podía saberse sobre Guamán Poma de Ayala y el Inca Garcilaso. Durante sus clases de bachillerato en Yale había estudiado los pelos y las señales de La Florida del Inca. Un par de noches después fuimos a ver una película de Woody Allen. Una lluviecita que parecía bastante limeña nos acompañó las tres cuadras que había entre el cine y el pequeño restaurante italiano de la Avenida Primera donde la llevé. La besé después de unos pancitos remojados con aceite de olivo, unas berenjenas al horno y unas copas de vino; y ella me contó la historia de las luchas sindicales en Nueva York y su experiencia vital conversando con los obreros de una fábrica en Buenos Aires. Ella y sus amigos estaban organizando marchas. Yo le hablé de mi pasión por la ciudad, de mis estudios de periodismo en NYU, de mis libros. La invité a una cena de amistades en la Nochebuena. «No celebro la Navidad pero celebro la amistad» dijo ella; y luego de darme un voluminosos beso entre dos faroles, bajo las guirnaldas de Washington Square, prometió acompañarme a la cena.
La Nochebuena estuvo bulliciosa, sentados alrededor de una mesa llena de vida, en el departamento de una amiga cubana en Manhattan, bastante cerca del edificio de las Naciones Unidas. Sobró el vino. Recuerdo haber hecho un brindis a la medianoche, por el sake que me dio el valor para acercarme a ella. Ya de madrugada, viajamos apachurrados, compartiendo el taxi con una amiga peruana y su madre, que me guiñaron el ojo frente a mi edificio. Mi chica pelirroja y yo llegamos juntos, antes del amanecer del 25 de diciembre, hasta mi cuartito en Brooklyn. Un amigo peruano, enamorado del cine, me preguntó si mi chica se parecía a la estudiante judía que intenta enamorar a Isaac Davis en una escena de Manhattan. Sí y no, le dije. Su piel era muy blanca, su cabello era muy rojo, y dejó en mi cuarto un par de medias negras que se desvanecieron en alguna mudanza.
Una noche nos encontramos en un pequeño restaurante de la calle MacDougal. Ella venía del gimnasio y vestía unos pantalones azules e inquietantes. Me habló de un amigo que la estaba ayudando a movilizar a los universitarios contra el imperialismo yanqui. Creo que no me emocioné suficiente. Seguramente traté de cambiar la conversación. Suelo hacerlo cuando me conversan del imperialismo yanqui. No prometí acompañarla en una marcha que comenzaba en Union Square. Yo quería hablar un poco más de sus pantaloncitos de gimnasio, y de la fortuna y las posibilidades que teníamos viviendo tan cerca en Nueva York. Además, cometí el error de regalarle un muñequito que le había comprado en un viaje a Orlando. Era un E.T. con el dedo apuntándola, que ella no aceptó, que estuvo dando vueltas en mi habitación –apuntándome a mí, desde mis libreros– y que también se perdió en alguna mudanza. Esa noche, la muchacha del cabello rojo me dijo que teniamos que dejar de vernos y me dio un beso intenso y triste, de película, en la plataforma de la estación West 4, antes de abordar el tren que la llevaba a casa. Para entonces, felizmente, la Navidad había pasado y el invierno de Newyópolis casi había terminado.