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Mientras tantoReivindicación del vicio

Reivindicación del vicio


 

El vicio es curiosidad aplicada al sexo y al exceso, sin ningún tipo de prejuicio. Dionisio era el dios del vicio, más que de la orgía o el desenfreno. Los griegos encuentran esta palabra, mucho más adecuada para nombrar la catarsis dionisiaca.

 

El vicio es llegar más lejos en el arte del reconocimiento. Explorar los límites, profundizar en la caverna ósea capital, y en sus dos hemisferios de ideas y sensaciones. El vicio es beberse la propia sangre por dentro, para tonificar el cerebro, y planificar mejor la resistencia al desasosiego.  

 

Igual que el gato hace estiramientos para engrasar sus vertebras y huesos, así el músculo cerebral se estira todo lo que necesita gracias al vicio; tanto, que a veces toca con las atrocidades y sus correspondientes placeres supremos.

 

A todos los que se ha querido degradar o infamar en España, se les ha tildado de viciosos. La princesa de Éboli (pintada como la Mesalina de Felipe II) era una mujer adelantada a su tiempo. Por ser viuda influyente, culta y conspiradora, tildándola de conspicua y viciosa, se la descalificó públicamente; y si no se la envió directamente a presidio, se la confinó en vida en su propio palacio, por real voluntad filipesca.

 

Con Manuel Godoy sucedió otro tanto. Sus lujuriosas siestas con la Reina María Luisa, en alguna alcoba secreta del Palacio Real de Madrid, fueron agigantadas en su tiempo y así se reflejó en la Historia oficial de España, para desprestigiar a quien tuvo entre sus ministros al ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos. El escritor uruguayo Antonio Larreta recreó en su novela Volaverunt, lo que se suponía fueron los encuentros sexuales de Godoy con la reina. El aguerrido y fornido militar extremeño, adelantándose a los metrosexuales, solía vestirse con ropas de mujer en esos encuentros, para diversión sexual extrema de Mª Luisa de Parma.

 

Si algún grupo social tiene la exclusiva de ser considerado sistemáticamente vicioso, son los homosexuales, especialmente los hombres. “Lo hacen con machos, por puro vicio”, sentencian. “Son unos degenerados y enfermos”, concluyen los públicamente bien pensantes. Conoció Faba a una lesbiana que fue sometida en su adolescencia a electroshocks -recomendados por el médico de su padre- para curarla de su nefanda atracción por las mujeres. Logró escapar de la tiranía paterna, quedándose embarazada del mejor amigo de éste, por lo que no quedó más remedio que casarlos. Tras tener a su hijo, se separó del marido, y comenzó a vivir su vida libremente.

 

Existen dos tipos de vicio: los públicos y los privados. Beber, fumar, jugar o dañar, son vicios de los que puede presumirse ante los demás. Las exquisiteces sexuales y las drogas duras se practican a solas, salvo la presencia del dios o la diosa correspondiente, a quien se pretenda adorar a través de estas profundas prácticas viciosas.

 

Destilando todas las experiencias anteriores, en el vicio privado se excede por la vía de la depravación. Vertiginosos resultan estos inefables caminos de sabiduría, por los que sólo transitan los más osados (con arrestos suficientes para mirar de frente al rostro supremo del vicio) o los desesperados, que buscan –practicándolo- olvidarse de sí mismos. Alta velocidad de las emociones provoca el vicio, aunque, a la par, se viaje a través de tempos pianísimos, lentos e ingrávidos, como el curso del sol a diario.

 

El vicio es una religión en la que se ingresa, y esta nueva razón que adquiere la existencia del creyente, devuelve la paz y el sentido a su vida. Sólo las leyes del vicio rigen desde ese momento. En el sometimiento a una tiranía elegida, se experimenta una sensación de gozosa irresponsabilidad, que para el esclavo simula la libertad total. La sed de conocimiento se desboca, hasta vivir por completo la aventura del vicio, como no se puede vivir un sueño, ni siquiera la vida corriente.

 

El vicio engendra ceremonia, y no sólo se disfruta de tan divino desvarío cuando se ejerce el rito, sino –además- en todos sus preparativos. Aquellos versos místicos de San Juan de la Cruz: “¡Oh, noche que guiaste!, / ¡oh, noche amable más que el alborada, / oh, noche que juntaste / amado con amada, / amada en el amado trasformada!”, transitan por el territorio y el sentimiento del vicio; el vicio de la fe, y de la fusión con Dios.

 

La liturgia del vicio hace transcendentes a sus practicantes, aunque éstos no lo pretendan. La práctica más enfermiza o aberrante puede vivirse como un rito, que conecta con una entidad superior (al tiempo que con unas raíces, pocas veces presentidas con la misma fuerza), donde el deseo y la acción se superponen, provocando una emoción y un placer de dimensiones inusitadas.

 

Si bien es cierto que los vicios pueden matar, un exceso de virtud también puede convertirse en nuestro peor asesino.

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