Un tatuaje es una pintura al fresco realizada en un cuerpo humano, un cuadro viviente que anda, se mueve y agita. Hay tatuajes veristas y tatuajes conceptuales. La mayoría resultan decorativos, incorporan líneas e imágenes sensuales a las del propio cuerpo, al que suelen dejarlo reducido a una bandeja -de peor o mejor calidad- que sostiene el tatuaje. Los tatuajes chupan foco al cuerpo, más que realzarlo.
El motivo dominante de la mayoría de los tatuajes ha venido siendo la retórica visual gótica, plagada de criaturas feroces y agresivas, y motivos arquitectónicos siniestros. Como si con el tatuaje quisieran transmitir una advertencia a sus semejantes: “No me toques, que mato”; o -bien al contrario- una cálida sugerencia: “Acaríciame las fauces de león que llevo tatuadas en el vientre”.
Afortunadamente han comenzado a incorporarse al universo del tatuaje nuevas estéticas más estilizadas que narrativas, como la exquisita caligrafía china, que con sus misteriosos y vitales laberintos abstractos, viene a añadir enigma a un cuerpo; como si le otorgara un secreto añadido, que sólo se revelase en la desnudez completa.
Gran pujanza está tomando el tatuaje de los pueblos maoríes y de otras islas del Pacífico sur, en las últimas tendencias del tatuaje contemporáneo. La cultura de los hombres peces ha desembocado en el tatuaje occidental con una fuerza inusitada. Sus líneas onduladas como olas o saltos de delfín en el agua, recorren prácticamente la mitad del cuerpo, y a veces hasta se complementan con lunas crecientes sobre las piernas. Los maoríes cubren su cuerpo de bumerangs de tinta, para transmitir el movimiento constante de una criatura subacuática.
También existen los tatuajes conceptuales o intencionados, como por ejemplo una hilera de hormigas que caminan muslo arriba hacia una vagina, y salen de ella, descendiendo por la cara opuesta de la pierna. Tatuajes que piden guerra y exigen una recompensa. En el género masculino ya van viéndose no sólo los que se tatúan de vello el pecho, sino hasta los que han llegado a grabarse en la piel unos calzoncillos. ¿Abrigarán la esperanza de no tener que cambiárselos nunca, o sólo será pánico a la desnudez total?
No deja de resultar curioso como en todas las épocas se ha vivido el tatuaje como un signo de desidentidad frente al clan. Tras haber sido tatuado, se estrena piel nueva, como lo hacen las serpientes o los depilados. Cada elemento que se añade al tatuaje, quizás sea la huella de un sueño no realizado. Con cada nuevo tatuaje se estrena un cuerpo nuevo y, en cierto modo, otra vida se reinicia.
Lo malo de esta tinta enclaustrada en la piel, a golpe de aguja, es que resulta permanente. La voluntad de transformación que busca el tatuado, nace con la rémora de que viene a quedarse para siempre. Bien es cierto que los tatuajes pueden ocultarse con otros, o incluso borrarse, aunque no debe resultar tan sencillo, como aplicar goma al lápiz. El portador del tatuaje se inicia en un matrimonio indisoluble con la nueva imagen a su piel incorporada.
El tatuaje no es un adorno o una sobrecubierta, sino una filosofía de vida, o un compromiso manifiesto, del que el tiempo consigue a veces que los tatuados se arrepientan. En este sentido el tatuaje se remonta por encima de otras ramas estéticas como la vestimenta o el maquillaje, de las que puede prescindirse o eliminarse en cualquier momento. “Me llevas grabado en la piel”, le dice al oído el tatuaje a su portador, quien le responde con un profundo “Te amaré siempre”.
En cualquier caso, y aunque no se sea un adicto a esta práctica de decoraciones por encima del tiempo, hay que reconocer que quien ofrece el propio cuerpo como soporte constante de un dibujo viviente, está realizando todo un acto de generosidad con el arte. Aunque el tatuaje no deje de resultar en el fondo, un atentado contra la desnudez integral. Con lo que reconforta quedarse desnudo y volver a ser sólo una fiera.