Muchos de vosotros habréis viajado a países donde la miseria, o al menos la pobreza, forma parte del paisaje cotidiano que se ve en los recorridos turísticos. Yo siempre que he podido lo he evitado.
Por más que pudieran ser destinos muy interesantes nunca he podido conciliar bien hacer turismo cómodamente con que me estallara en los ojos el dolor diario de ver a personas viviendo en condiciones lamentables. Y me refiero a algo más que ser, simplemente, pobres o carecer de la mayoría de las comodidades o lujos que puedo disfrutar en España.
Por eso conozco pocos países donde sufrir esa contradicción: disfrutar viendo el dolor a mi lado.
Sitios donde me haya podido sentir así Marruecos y poco más. No conozco la India, ni sitios de Extremo Oriente donde pudiera pasearme y hacer fotos en los caminos de la miseria.
Y, de repente, me caigo en Burkina.
Tengo que pensar en que debo vivir todos los días, un mes tras otro, con este paisaje desolado que supone ver a tantas personas en las condiciones más extremas de carencia de cosas tan elementales.
Una de las ventajas de Burkina al respecto es que aquí (y en Ouahigouya, más aún) no hay prácticamente turismo porque hay poco que merezca la pena ver y eso ha impedido que se haya generalizado la costumbre de pedir cosas o limosnas a los nazzare. Y si te piden es muy fácil quitártelos de encima, nadie se pone pesado ni te persiguen más allá de un par de metros. Otra cosa distinta son los ‘artesanos’ que quieren venderte algo (todos quieren), pero claro ellos sólo pueden vender algo a los turistas y somos tan pocos los blancos que no se pueden permitir el lujo de que nos vayamos de vacío.
Las boutiques de artesanos tienen todo el sabor local
Os he contado ya lo de los niños de las madrasas (escuelas coránicas de las mezquitas) donde los padres los ‘dejan’ para desentenderse de ellos y que los ves en grupos por las calles vagabundeando todo el día con su lata grande de conservas atada con una cuerda (es donde, quien sea, le echa la comida) y cruzada en bandolera y pidiendo algunas monedas. No son nada pesados aquí (en Ouaga, más) y con seguir andando o no mirarles te dejan tranquilo. Se supone que el dinero no se lo quedan ellos, sino que tienen que entregarlo al imán con lo que sólo les doy si insisten.
Me he comprado unas bolsas de ChupaChups (es otra marca de imitación pero no creo que vengan a ponerles una demanda) y cuando me piden les doy un caramelo en vez de dinero y espero que se lo coman ellos en vez de dárselo al ulema. Y si se los come todos él espero que se le caigan los piños.
Aquí una galleta, un simple caramelo, ya es motivo de pequeña fiesta para la mayoría de los niños, aunque no dudo que habrá algunos que lo mismo los toman casi todos los días, pero serán de los cuatro ricos que pueda haber.
Anverso y reverso de bolsas de caramelos. Ni dónde están fabricadas ni fechas de fabricación y caducidad…, a veces me da miedo pensar en qué les estaré dando a los chavales…
Una tarde en uno de los cinco semáforos que hay en la ciudad (más de 100.000 hab.) me ha pedido dinero un hombre muy pobre. Un pobre hombre.
No parecía un ‘fou’ (loco) como alguno de los otros que os he hablado en alguna ocasión y que suelo ver de vez en cuando. Tres de ellos ya los reconozco, me resultan familiares.
Ya os he contado que el color de su piel, su pelo y los harapos que visten su cuerpo son todos del mismo color y se confunden camaleónicamente con el rojo de la tierra y del polvo que hay en el suelo y en el aire.
Supongo que el poco agua que ven al cabo del día la utilizan para beber (el agua tampoco es gratis ni hay fuentes o sitios donde se pueda beber fácilmente) y al cabo de los años arrastrándose por esta tierra son del mismo color de ella.
No sé qué pasará cuando lleguen las lluvias, supongo que, sin cobijo, el agua correrá por su piel y sus greñas, deshará los restos de ropa y lo mismo tienen otro color distinto.
Creo que nazzare no son ninguno pero puede que sean negros, como los demás, ahora podrían ser pieles rojas.
El caso es que ese hombre se ha puesto en mi ventanilla en el semáforo (tampoco sé si me pedía, supongo que sí, pero no hacen gestos ostentosos ni nada parecido, se limitan a ponerse frente a ti, sin avasallar lo más mínimo) no era un loco, sólo un pobre, solo…
Alto, vestía harapos pero no todos ocres, encima llevaba una especie de camisa que conservaba algunos colores y que no haría tanto que alguien de aquí, desechándola, se la habría dado.
Llevaba un atillo en la espalda y puede que fuera una de esas personas que pierden a toda su familia en la aldea y ya nadie se ocupa de él o ha tenido alguna desgracia que le ha hecho dejar su pueblo y echarse al camino a buscar lo que ya no tiene.
Delgado, como no podía ser de otra forma, tenía unos dedos largos en unas manos que nunca suelen estar muy castigadas; porque las manos (y todo lo demás) castigadas por el trabajo son las de las mujeres.
La cara no era desagradable y tenía una barba parecida al poco pelo que cubría parte de su cabeza (los locos llevan greñas largas, lo que serían las rastas originalmente).
Al principio he pensado que era un anciano, pero luego he caído en la cuenta de que no debía tener muchos más años que yo. O menos.
Porque aquí el sol remata lo que las malas condiciones de vida no han podido terminar. Y ves a niñas de 12 años que parecen mujeres, como puedes verlas en España, pero haciendo trabajos de mujeres. Y jóvenes de 20 años con varios hijos a cuestas que ya parecen tener 40, sobre todo en las aldeas, y así sucesivamente.
No sé, verdaderamente, si está loco o sólo es pobre, pero es difícil no volverse loco en estas condiciones de miseria
Todo esto en lo que dura cerrado un semáforo, y me ha parecido que yo podía estar mirándome en un espejo roto y maldito. Una imagen que podía ser la mía, aunque con algunas cuestiones circunstanciales distintas, pero iguales en lo fundamental.
He hurgado en el bolsillo, he sacado las monedas y le he dado dos de quinientos cefas (1,5 €).
Al principio ha hecho un simple gesto de agradecimiento inclinando la cabeza y al bajarla, yo ya iba a arrancar el coche, ha mirado la palma de su mano, se le han levantado las cejas y el ánimo, ha cerrado de golpe el puño y lo ha movido hacia arriba gritando y saltando de alegría, alejándose a lo que hace las veces de acera.
Ni siquiera le ha dado tiempo a volverse a darme las gracias. Su vida se arreglaba por unos cuantos días días, por lo menos.
He pensado: decididamente somos iguales. Yo habría hecho lo mismo.
Blancos y negros, ricos y pobres, si nos pinchan ¿no sangramos?
16-04-09