Silaca: un balneario rocoso con vista al Pacífico, donde pasé mi adolescencia. Allí vivía rodeado de mujeres cuyas bocas deliciosas siempre me recordaban que era verano. Entre la parranda de la fiesta con la que acababa la temporada, recuerdo una canción acompañada por la modorra causada por la sal y el calor. El artista era colombiano, le apodaban El Sabanero Mayor, se llamaba Lisandro Meza y la letra de este tema decía: Bendita sea mi maaama, por haberme parido macho. La voz iba acompañada por un pegajoso sonido de acordeón que la orquesta del pueblo replicaba bastante bien. Y allí estábamos los pueblerinos, en el balneario de Silaca, despidiendo al sol, cantando a voz en cuello aquél estribillo, y brindando por la masculinidad. En ese mundo sencillo –mi mundo de todos los veranos– ser varón y ser machista significaban lo mismo.
Ya viviendo en Nueva York, algún amigo homosexual quiso sugerir que yo también tenía «mi lado gay». Yo, con curiosidad, procedí a una instrospección. Gay, en inglés, también significa ser feliz. Los resultados de la introspección: a veces soy feliz –en algunas ocasiones, puedo serlo con desconcertante facilidad– sin embargo, (aún) no he encontrado en mi carácter mi lado homosexual.
Viviendo en Newyópolis, una que otra vez, me han acusado de machista o me han tildado –creo que sin derecho– de homofóbico. Tendría sentido que lo fuera, puesto que me he formado en una sociedad que discrimina a los homosexuales. Entre mi círculo actual de amistades, a veces se discute «la mariconada» como si se tratara de un detalle curioso y no de una parte esencial del caráter de muchos individuos. Los e-mails que me dirigen algunos de mis amigos, o que yo les envío, comienzan a veces con el encabezado de «Cabro», «Loca», o «Rosquete» (algunos de los muchos adjetivos usados por los peruanos para burlarnos de la conducta homosexual). Además, es un tema de conversación común entre nosotros –hoy que las redes sociales nos permiten saber tanto de compañeros y compañeras a quienes hemos perdido de vista hace muchos años–si fulanito, sutanito o menganito, los hombres afeminados del colegio, «ya salieron del clóset».
Una pregunta que me hace mi esposa, escandalizada por nuestra manera de referirnos a este tema, es «¿Y si tu hijo o hija es homosexual? ¿No crees que va a crecer traumatizado por tus comentarios?» Yo escapo de sus ataques respondiéndole que no tiene que tomar nuestras conversaciones en serio, que a los peruanos (como resultado de taras enfermizas) nos encanta ese tipo de juegos estúpidos. Repito una y otra vez que no soy homofóbico, que respeto a los homosexuales, que conozco a algunos bastante bien y que no me escandaliza ni siquiera el enterarme de los detalles de su vida sexual. Lo cierto es que en Nueva York, donde siempre ha reinado el individualismo, la homosexualidad es una de las tantas marcas que ayudan a posicionar al individuo en la ciudad. Si ha superado los complejos inculcados por la familia o por la fe machacada desde la niñez, un gay puede ser muy feliz en New York City.
Una de mis primeras noches de fin de semana en Manhattan, caminando frente a los ventanales de un bar en el Village, reconocí tras los vidrios a una pareja de hombres besándose apasionadamente. Fue una imagen chocante. Meses después, acompañé a una amiga hasta la casa de un elegante milanés que compartía su departamento con un mesero argentino bastante velludo y de modales afeminados. Recuerdo una sensación muy incómoda cuando el italiano nos enseñaba su departamento y nos indicaba el único dormitorio con la única cama; y –después de cocinarnos unos spaghettis deliciosos– cuando se despidió de mí, a la italiana, con un beso en la mejilla. Años después he estado en alguna reunión donde yo era el único hombre straight; y he presenciado flirteos entre mis amigos gays, he aceptado sus bromas, y también sus inquisiciones sobre mi heterosexualidad. Inclusive he participado, como oyente, de sus divertidas peripecias amorosas; sus «choques y fugas» con parejas pasajeras; y me he reído de buena gana escuchando sus aventuras.
Con cierta frecuencia, el tema de la homosexualidad salta a la palestra. Recuerdo una clase sobre William Shakespeare, cuando el profesor que nos explicaba la oscura belleza de sus Sonetos, desechaba cualquier intento por achacarle tendencias homosexuales al bardo inglés. También me viene a la memoria una lectura de un cuento de Oscar Wilde donde se probaba, sin dejar resquicio a la duda, que don William era el amante de un caballero británico. Además, las discusiones políticas en los Estados Unidos siempre catapultan a las primeras planas el debate acerca de la legalidad del matrimonio entre individuos del mismo sexo. Es saludable que este año 2011, Nueva York –pionera en la lucha por los derechos de los homosexuales– haya permitido por fin el matrimonio gay. En esta ciudad cada quien es lo que es y lo manifiesta ruidosamente, como lo saben quienes asisten todos los años a las bulliciosas celebraciones del orgullo gay.
Lejos de traer las terribles plagas que nos pronostican algunas religiones, la aceptación de la conducta homosexual es también la promesa de una humanidad más avanzada. Bendita sea esta ciudad por haberme enseñado que la homofobia es una lacra, un rezago de sociedades oscurantistas; y que la aceptación de nuestras distintas preferencias sexuales es uno de los mejores síntomas de la madurez de una sociedad. Alguna vez fui un joven «machísimo» que cantaba a la mujer, hoy soy un macho entre los rascacielos que acepta que no todo tiene un color definido; y que las diferencias, en temas tan complicados como la sexualidad humana, siempre tienen que ser respetadas.