Estos días Zara, la marca más emblemática del imperio Inditex, está en el punto de mira en Brasil. Hace un par de semanas, una investigación del Ministerio de Trabajo concluía que uno de los principales proveedores de la firma en Brasil empleaba a trabajadores en condiciones análogas a la esclavitud en tres talleres clandestinos en São Paulo. Si hablar de esclavitud os parece exagerado, pensad en jornadas de trabajo de entre doce y dieciséis horas al día, en hombres y mujeres y adolescentes hacinados viviendo los mismos talleres, de los que sólo pueden salir con autorización expresa de sus jefes, y todo por mucho menos del salario mínimo en Brasil, de 540 reales (unos 240 euros), que ya de por sí es más que deficiente para financiar las necesidades básicas en la ciudad más cara de América Latina. Por si fuera poco, con ese salario ridículo tenían que pagarse los pasajes de avión desde sus países de origen, principalmente, Bolivia y Perú. Lo cuento, si quiera brevemente, en este artículo para el diario Público.
Evidentemente, Zara no se hace responsable: fue su proveedor quien incumplió las normas y códigos de conducta de la multinacional. La típica trampa de la tercerización. Pero esta vez quizá no pueda evitar el peso de la justicia, porque, según la ley brasileña, la empresa que recibe la mercancía es responsable de la situación de los trabajadores que fabrican esa mercancía, aunque sea a través de una subcontrata. Lo que está por resolver es si Zara tenía conocimiento de lo que estaba pasando. De nuevo evidentemente, la firma lo niega, se dice indignada con su proveedor y resalta que su política es de “tolerancia cero” contra este tipo de irregularidades. No tengo cómo saber –se lo dejo a la justicia- si los responsables de Zara Brasil sabían o no sabían en qué condiciones trabajaban quienes tejen sus camisetas y jerséis. Pero dejadme que aplique la lógica aplastante del sentido común para concluir que, si las condiciones de trabajo fueran dignas, Inditex simplemente no produciría en Sampa, sino que deslocalizaría –uno de esos mágicos conceptos, como tercerización y externalización de costes, que nos trajo el neoliberalismo- en el sudeste asiático, que es más barato. Y esto vale para Zara como para cualquier otra marca de ropa, o de lo que sea, que se nos ocurra. Pura lógica del sistema.
No seamos hipócritas. Cualquiera que haya paseado por la feria que cada domingo se celebra en el barrio paulistano de Pari, frecuentada por –y casi sólo por- bolivianos, sabe de lo que estoy hablando. Yo presencié escenas de evidente cooptación de mano de obra que no tenía la pinta de ajustarse al respeto impoluto de los derechos de los trabajadores. Aquella plaza de Kantuta da una idea del remanente de ciudadanos inmigrantes, ilegales, temerosos de denunciar para no ser denunciados, que pueblan la mayor ciudad de Suramérica. Y no nos rasguemos las vestiduras, no, que ejemplos muy cerca de la puerta de casa siempre hay, y desde luego existen a puñados en España. Vuelvo a acordarme del filme Biutiful, que lo ilustra con maestría. Unos colocan el sudor y la sangre y otros se llenan los bolsillos de su codicia infinita, mientras una amplia mayoría prefiere mirar para otro lado, no vaya a ser que, si todos cobramos lo que deberíamos, no me llegue el sueldo para comprarme diez vestidos por temporada.
Cuando simplificamos mucho, el emperador se queda desnudo. El proveedor de Zara pagaba a sus operarios unos dos reales por pieza de ropa que cosían. La multinacional gallega vendía esa misma pieza por unos 150 reales. Amancio Ortega, presidente del Grupo Inditex, al que pertenece Zara, es el hombre más rico de España. ¿Alguien se acuerda de qué era eso de la plusvalía?
Puedo parecer parcial, pero casi todo estaba, hace ya siglo y medio, contenido en la obra de Karl Marx. Él introdujo el concepto de plusvalía, para indicar que el dueño de los medios de producción se queda con una parte del valor de lo que el obrero produce, al retribuirle con salarios menores del valor de las mercancías que producen –otro día hablamos de cómo el sistema indujo a la confusión entre el valor de uso y el valor de cambio, provocando una economía dominada por el dinero, luego por la arbitrariedad del precio, que se asume erróneamente como sinónimo de valor-. La lógica del sistema induce a la maximización creciente del lucro, y eso se logra externalizando costes de diversas formas, desde pagar salarios ínfimos a ignorar la legislación ambiental. Ya os hablé en esta bitácora del filme La historia de las cosas, que intenta que veamos ese cuadro completo que suele ocultársenos. Simplemente escapa de toda lógica que aquella camiseta de Zara cueste tres euros, o esa radio del chino de la esquina, cuatro euros; o el bolso de dudosa marca de aquel mercadillo, cinco. Para que todo eso llegara a nuestras manos a un precio muy inferior a su valor real, hubo alguien que pagó ese precio, y que financió además el lucro del empresario. El trabajador esclavizado, el pueblo que vio su tierra contaminada o expoliada. Podemos seguir mirando hacia otro lado y hasta decirnos que esos pobres bolivianos al menos pueden comer con el medio salario que les paga la subcontrata de Zara, y seguir comprando la ropita de Inditex sin mala conciencia. O podemos hacernos cargo de una vez por todas de que EL CONSUMO ES UN ACTO POLÍTICO. Y empezar hoy mismo a hacer uso de una de las pocas formas de participación política real que nos queda en estas democracias de hoy.
Sólo una anotación final: el trabajo esclavo no es una rara excepción en Brasil. Cada año son liberados miles de trabajadores empleados en condiciones penosas e indignas; desde 1995 han sido liberadas más de 3.000 personas; 2.625 de ellas sólo en 2010. Algún avance ha habido en la fiscalización; incluso las autoridades han creado una ‘lista negra’ de empleadores de trabajo esclavo –que Zara podría pasar a engrosar-. Pero sigue siendo una práctica casi institucionalizada, en el interior del país y también en São Paulo, el Estado más rico del país. Aquí, donde se mueve un tercio de la economía de Brasil, el trabajo esclavo posibilita el lucro de la industria textil en la capital o del cultivo de caña de azúcar en poblaciones como Riberão Preto. El periodista brasileño Leonardo Sakamoto, muy comprometido con esta causa, hace una síntesis inmejorable en el título de este artículo: “Trabajo esclavo contemporáneo, fruto del capitalismo”. Y así nos va…