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Mientras tantoDesde que llegó la democracia...

Desde que llegó la democracia…

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

 

No vale proclamar que la democracia sea el régimen menos malo; esto es, según el célebre dicho de Churchill, “la peor forma de gobierno con excepción de todas las demás”. Al ceñirse sólo a las democracias reales en conjunto, esa fórmula no da muestras de confiar lo bastante en la idea de democracia como tal. Tampoco debemos limitarnos a sostener que, a tenor de la experiencia y nivel de reflexión alcanzados por la humanidad, la democracia nos parezca ahora el régimen político más perfecto. A poco que captemos los elementos constitutivos de este principio, habrá que pregonar sin reservas que representa un ideal político esencialmente insuperable. Lo variable y mejorable, desde luego, vendrá con los enunciados teóricos y las plasmaciones efectivas del principio democrático progresivamente depurados. Así que no parece descabellado argumentar en favor de que la democracia es el mejor régimen en absoluto. No es prueba de osadía defender la superioridad de aquélla frente a toda otra concepción alternativa del gobierno. 

 

1. Pero entre nosotros su llegada ha sido como el santo advenimiento. De 1978 a esta parte, nuestro lenguaje ordinario y el político-periodístico rebosan de giros tales como desde que entramos en democracia o ahora que vivimos en democracia... Con ello se apunta, por lo pronto, al momento histórico en que una dictadura dejó paso al régimen constitucional. Así dicho, el tópico no está mal traído y conserva un sentido cabal. Lo preocupante de tal uso es que transporta no menos la seductora idea de que la democracia es algo que se adquiere con sólo decir que se ha adquirido, una forma política en que nos instalamos mediante un mero cambio de leyes  y el refrendo popular de una Constitución; en definitiva, un régimen que se conquista del todo y de una vez por todas.

 

Frente a eso hay que repetir que la democracia, más que un régimen determinado, es ante todo un ideal político, y bien sabemos que los ideales no se alcanzan sino que nos impulsan y guían desde lejos. Ninguna democracia establecida coincide con la democracia, es decir, con lo que demanda la dignidad de los humanos en términos de igualdad, libertad, participación cívica, tolerancia, etc., en una comunidad civil. Instaurar la democracia es una tarea inacabable.

 

Naturalmente, puede y debe hablarse de leyes o gobiernos más democráticos que otros, ya sea porque salvaguardan mejor los derechos individuales o porque regulan con mayor equidad las elecciones. Pero ni la más perfecta de las Constituciones ni  el más justo de los gobiernos están libres de gruesos borrones democráticos. Para no aludir al dislocado orden internacional, veamos sólo el panorama de los Estados occidentales: creciente influjo político de instancias no políticas, apatía ciudadana, confusión de poderes, negociación en lugar de debate parlamentario, manipulación de la opinión pública, sectarismo y autocracia de los partidos, corrupción de los políticos, etc. Sin duda toda democracia real será deficitaria respecto del ideal democrático abrazado. Pero que no se malentienda: lo perverso de otros regímenes, llámense teocráticos o etnicistas, es que son frontalmente incompatibles con ese ideal. 

 

2. Y esto que se dice de una sociedad o de un Estado, ha de decirse también de cada uno de sus miembros. Nada más ridículo que esa salida entre tontorrona y arrogante de que uno es demócrata de toda la vida, como si naciéramos ya con los deberes políticos hechos, con las ideas civiles aprendidas y las actitudes democráticas bien dispuestas. Por contraste con el ácrata o con el súbdito, llegar a ser ciudadano nos pide contrariar nuestros hábitos más acendrados: esforzarse en adquirir criterios políticos, atender a nuestra comunidad, y no sólo a mi familia o a mi tribu, comprender que cuanto sea de interés común ha de pasar por el debate y la decisión de todos…

 

Porque nadie nace demócrata, sino que más bien se hace demócrata. Y a esto no se llega de modo inconsciente y por simple contagio, o a base de adecuarse a los usos de una sociedad, sino gracias a una preparación consciente y meditada. La democracia no arranca de un instinto arraigado en nuestra dotación genética. Al contrario, los presupuestos democráticos tratan más bien de contradecir lo que parece “natural”, a saber, que cada cual vaya a lo suyo, que el más fuerte domine al más débil o que la mera casualidad imponga diferencias políticas. La democracia es el régimen político más artificial. Por eso, lo mismo que nadie es demócrata desde siempre, tampoco lo es de una vez por todas y para siempre. O sea, nadie puede creer que ya es demócrata, o que no puede serlo más, o que es demócrata en todos sus planteamientos políticos o que  -pase lo que pase-  ya no puede dejar de serlo. El buen ciudadano se halla en estado de maduración democrática permanente.

 

De tan exigente como le parecía, Rousseau pensaba que la democracia era un régimen más propio de ángeles que de seres humanos. Entre nosotros, sin embargo, la cosa no es para tanto. En la “escuela  de la ignorancia” de nuestros pecados apenas se hallarán huellas de enseñanza ético-política para los alumnos ni tampoco la han cursado sus profesores en la Universidad, pero ahí están el folklore de la Comunidad respectiva y, pronto lo veremos, la Educación Vial y hasta la Gastronomía del lugar. Por nuestros psicopedagogos no ha de quedar.

 

 

 

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