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Recortes


 

Se ha impuesto últimamente en España un curioso modo de analizar cualquier problema: el criterio contable. Consiste en cuantificar todo en euros superfluos o malbaratados. Una vez reducido el asunto a un desfase de caja, la solución es igualmente contable: el recorte, la drástica reducción, la supresión de esto o lo otro. Cospedal, por ejemplo, ha enviado al paro en Castilla-La Mancha a cientos de profesores de primaria y secundaria aplicando esta fórmula. Si se aumentan las horas lectivas, disminuyen las plantillas. Recortar plantillas no es lo mismo, evidentemente, que recortar gastos, pero la aplicación del criterio contable no admite sutilezas ni distingos: un gasto es un gasto, aunque detrás del gasto haya una persona, una vida, unas deudas. La política se ha contagiado de espíritu capitalista o, mejor dicho, la política está siendo sustituida por criterios pura, simple y obscenamente economicistas. La nueva vara de medir la excelencia de un político es su voluntad reductora, su capacidad contable. Se presume de ello, aunque se disimule la presunción con enfáticas jeremiadas sobre el impacto de la crisis sobre las cuentas públicas.

 

El recorte suele asociarse al ahorro. Parece obvio porque la gente aplica al Estado los mismos principios que rigen sus escuálidas economías domésticas: si se ingresa menos, hay que gastar menos. Pero el Estado no ahorra de este modo. El recorte es siempre un desvío. Se recorta para pagar intereses de la Deuda, para satisfacer la voracidad recaudatoria de los “mercados”. Y es que el Estado se endeuda cada día, cada hora, a interés siempre variable. Es como si un particular contrajera cada mañana una nueva deuda a plazos a un interés desconocido previamente. Con el tiempo, los ciudadanos saldan sus deudas; acaban con la hipoteca, pagan la última letra del coche. Alguno habrá que, en un rapto de lucidez, rompa sus tarjetas de crédito y las sustituya por tarjetas de débito, mucho más racionales. El Estado nunca acaba de cuadrar sus cuentas. El célebre “déficit cero”, hoy tan cacareado, consiste en no deber más de lo que se recauda, no en carecer de deudas. El Estado está condenado a destinar una parte de sus recursos a pagar intereses. Los ciudadanos, consecuentemente, trabajan una parte de su jornada para los usureros globales. Los ciudadanos pueden endeudarse o no, pero esta libertad no existe en términos colectivos.

 

El criterio contable es aplicable también en este caso. Si el Estado debe pagar un seis por ciento por su deuda, los ciudadanos deben dedicar un seis por ciento de sus impuestos a lo mismo. Calcular cuánto trabaja al año cada ciudadano para pagar la deuda es complicado: hay que sumar a los impuestos directos los indirectos, los especiales y los locales. Calcular los indirectos es difícil: el IVA, las tasas de reciclaje, el impuesto sobre hidrocarburos, los del tabaco o el alcohol, las mordidas fiscales disimuladas en las facturas de la luz y el agua… Vivir en el Primer Mundo, como se sabe, es fiscalmente oneroso. El seis por ciento de la cifra resultante es una barbaridad; es probable que cada español trabaje varias semanas al año para los “mercados”. Un modo elegante de protesta ante este atropello contable podría consistir en dedicar cada día, en horario laboral, unos minutos a la lectura del Quijote. Pagaríamos lo mismo por lo mismo, pero, al menos, dejaríamos de ser pardillos laborales.

 

Leo que un sindicato de docentes ha calculado cuánto dinero se pierde al año mandando callar en clase a los alumnos de la enseñanza pública. Por lo visto, cada profesor dedica una hora y media al día a pacificar a los vociferantes. Qué cosa.

 

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