Es tan fácil para el diablo bajar del cielo, posarse en el alféizar de cada ventana y mirar la acción de permanecer sentados:
ante la televisión, una hora tras otra de prédica,
diversión, consumo,
información, obediencia,
exclamaciones de pavor, preocupación, entusiasmo,
en íntimo diálogo con las imágenes que viajan por las neuronas a todo trapo, obedientes a su creador;
así noche tras noche, desde el alféizar de la ventana;
es tan fácil que, después, cuando remonta el vuelo y contempla la plaza de Cibeles y otras explanadas repletas de acólitos, de súbditos, de fieles manifestados,
piensa el diablo:
vienen del espectáculo íntimo, por fin, a claudicar, a servir en un espectáculo compartido.