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Mientras tantoEl arte místico de la encuadernación

El arte místico de la encuadernación


 

El amor a los libros no es monopolio de autores, lectores, editores, impresores o críticos. Lo suyo es pasión platónica por la literatura. Los verdaderos amantes de los libros son los encuadernadores artesanos, porque son los únicos que los tocan, acarician y amasan por dentro; los que los hacen bellos y hermosos a base de golpes y caricias.

 

¡En qué silencio anónimo tan deleitoso viven su pasión secreta los encuadernadores con esos cuerpos de páginas, pliegos o cuadernillos! Mientras los perforan con sus punzones y agujas de acero para engarzar los hilos; cuando doblegan sus lomos rectos a golpe de martillo para curvarlos; o mientras los encolan a base de brochazos empapados en esperma de libro.

 

Preparar las guardas y las tapas son -por el contrario- un trabajo de caricias. Si la cubierta es el rostro del libro, y el lomo su columna, las guardas son sus costillas. Una marina de fuegos artificiales se despliega ante la vista del lector, cuando levanta la tapa de un libro. Los papeles de aguas -que suelen constituir las guardas- son hijos de otro oficio, y requerirían en sí mismos otro artículo. Estos pintores de anzuelo consiguen fijar en papel la fantasía más colorista del libro.

 

La belleza física del libro depende tanto del buen gusto del encuadernador, como de los ritmos y los tiempos aplicados en su elaboración. Los cálculos y los toques deben ser tan inspirados como precisos. El encuadernador es un polígamo irremediable con sus libros; siempre trajina en varios al mismo tiempo. Así no interrumpe su trabajo en los ratos muertos, en que sus otros onagros de libro reposan y fraguan.

 

Si las cabezadas de hilos de colores son el moñito de abubilla del libro, la prensa es la mano cuadrada de hierro, que fija esta cuna de páginas a su destino.

 

Si todo encuadernador encierra en sí mismo un monje de Silos, igualmente se metamorfosean en penépoles tejedoras, cuando en el telar cosen los pliegos de las futuras páginas. El pintor holandés Johannes Vermeer podría haberlos retratado en acción con todo recogimiento. La intimidad profunda y sensual del autor de “La muchacha de la Perla”, no quedaría traicionada con la secreta y apasionante naturaleza de este oficio.

 

Por último permita el lector a Faba que dedique esta entrada a María y Jose, una pareja profesional de encuadernadores -con resonancias bíblicas- que lo aceptaron en su Taller de las Fuentes, y a los que les debe todos los placeres y deleites de haber viajado de su mano por el fabuloso paisaje interior de los libros.  

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