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Mientras tantoPasando entre las fieras salvajes

Pasando entre las fieras salvajes


 

Hay un libro que me lamió las heridas. Eran heridas de transición, causadas por un peregrinaje que desembocaría en Nueva York. Lo empecé a leer en Lima, poco antes del 10 de julio de 2000; y lo continué (en breves visitas de algunas horas, entre otros viajes) en bibliotecas públicas de A Coruña, San Sebastián, Porto, Lisboa y Londres. Había dado con el libro buscando un texto. Se titulaba «Perú Promesa» y contaba las andanzas de un muchacho que descubría, viajando por ciudades distintas y conociendo a personas diversas, su amor por la patria. El texto, que venía en un libraco gigante de fotos, de aquellos que solo caben sobre una mesa en medio de la sala, años después pasó a formar parte de esa intensa crónica de una desventura política llamada «El pez en el agua».

 

En diciembre de 2000 estaba sin un sol en los bolsillos –hasta cierto punto gozando de las irresponsabilidades del apátrida– y deambulaba por primera vez por las calles de Manhattan. Esa mañana fría de intenso sol subí los escalones de un edificio flanqueado por dos leones y me metí a buscar «mi» libro en la New York Public Library. Vargas Llosa cuenta en sus memorias que algunos de sus mejores textos vieron la luz en estos claustros de la sabiduría occidental llamados bibliotecas públicas. Fue por eso que en mis caminatas londinenses enfilé una tarde hacia la London Library y me encontré con arcos y pasillos de una biblioteca en plena renovación, pero también con una fascinante exposición de grabados de Doré y de Goltzius. Newyópolis no podía ser menos.

 

En sucesivas visitas, que yo sentía como urgentes peregrinaciones, sentado en la fastuosa sala de lectura de la NYPL, volví a encontrarme con mi libro lamedor de heridas. Allí sentado, puse en la balanza las ventajas y desventajas de vivir solo en una metrópoli angloparlante a los 28 años; y también –rodeado de libros a los que se accedía sin ningún dinero– se me ocurrió que en esa ciudad podía llegar a ser feliz. Casi podría decir, que le debo la vida que he llevado a la Biblioteca Pública de Nueva York. Por eso hace algunos días, en la disyuntiva de quedarme unas horas más en Manhattan o regresar a la oficina en el Bronx a preparar una clase, opté por enfilar hacia los renovados escalones, pasar entre Paciencia y Fortaleza y meterme de nuevo entre los elegantes pasillones de mármol y sólida madera: la NYPL había cumplido cien años de vida en el 2011 y (entre el ajetreo de las clases y otras actividades extra-curriculares) yo no había podido visitar la sala donde se exponen (hasta marzo) algunas de las piezas más importantes de la inmensa colección de documentos de la NYPL, a modo de fiesta conmemorativa.

 

Ya han escrito muchos acerca de esta exposición del centenario de la NYPL. Es verdad que para quien es lector aficionado la simple vista del bastón de Virginia Woolf, sencillo artilugio de madera encontrado en el río horas después del suicidio, es un hecho mágico. Allí está el pedazo de madera, flotando en una caja de plástico transparente, al lado del diario abierto de su dueña, en una entrada escrita a cuatro días de su última gran decisión. Era como un capítulo de «To the lighthouse», excepcional narración sobre la permanencia y la eternidad. Mirar el bastón de Woolf (o una mesa más allá, el abridor de cartas de Charles Dickens, adornado con la pata de su gato Bob) significaba, para mí, volver a las reflexiones en silencio de Mr. Ramsey en «To the lighthouse» quien ante la incógnita de la eternidad se preguntaba de qué podía servir la obra de los grandes artistas si al final todos ellos estaban destinados a perderse en la niebla del olvido.

 

Cada vez que preparo mi clase, dejo (para uso de los estudiantes) archivos, diagramas y resumenes en un programa llamado Blackboard, bajo un botoncito en mi pantalla llamado «Documentos». Casi nunca me pongo a pensar en una palabra como aquella, tan ubicua en la vida académica. Sin embargo, en el contexto de esta exposición de la NYPL la palabra «Documento» equivale a la corona de laureles en los tiempos romanos, a las bulas papales cuando estas podían dividir el mundo en dos, a las tablas de la ley enfrentadas a la mirada desubicada del pueblo elegido (y todos estos ejemplos, mire usted, son «documentos»). Desde las bóvedas de la biblioteca aparecen en esta exhibición toda clase de documentos para recordarnos que nuestra memoria está, mal que bien, compuesta por una serie de ellos.

 

Si eres intelectual sin remedio, te interesará el borrador de la carta de aceptación del Nobel, garabateado con lápiz y letra de colegial por Ernest Hemingway en las hojas finales de un libro de tapa dura: «Tantos escritores que lo merecen no lo han recibido, así que debo enfrentar este premio con mucha humildad.» También mirarás con tremenda curiosidad el cofre transparente donde se exhibe una de las pocas Biblias de Gutemberg. Esta bellísima edición ya prometía en latín todas las transformaciones sociales que vendrían con la invención de la imprenta. Tampoco me cabe duda de que obsevarás con detalle, desde todos los ángulos, la menuda letra de Jorge Luis Borges, en ese cuadernito barato que en la tapa dice «Lanceros argentinos» donde éste escribió con letra muy chiquita su cuento «La biblioteca de Babel».

 

Si bien yo ya había visto en imprenta las correcciones de Pound a Eliot, tiene un atractivo singular ver a cinco dedos de distancia esa página mecanografiada por T.S Eliot donde  «el mejor orfebre» tachoneó, garabateó y sugirió los cambios que, aceptados por Eliot, convertirían a «The Waste Land» en uno de los poemas más significativos del siglo XX.

 

Sin embargo, como «documentos» es una palabra muy amplia, la exposición se va por otros ángulos. Para quien comparte intereses por la ciencia o por la historia, serán maravillosas las fotografías de la Tierra captadas por los primeros astronautas; los delicados dibujos de Audobon de las aves de los Estados Unidos; el autorretrato de Rembrandt, a quien creemos conocer mejor que a muchos grandes artistas porque dejó una enorme cantidad de rostros autorretratados mirándonos desde museos diversos; la primera impresión de la carta de Colón a los Reyes Católicos explicándoles detalles sobre la personalidad de los indios que había encontrado en su viaje; el diario del periplo por el África de MalcolmX; los prendedores que se engancharon a la camisa quienes participaron en las marchas por los derechos civiles de Martin Luther King; los primeros dibujos del perfil del Gran Cañón del Colorado; el boceto del acta de independencia de los Estados Unidos,  los mini-libros anti-Nazis que los rusos escondían mañosamente en latas de pasta de tomate para que fueran leídas por los alemanes contrarios a Hitler; posters al estilo Warhol en favor de la reforma agraria peruana de 1968 (que nunca vi en otro lado); y dibujos alegóricos pacifistas de Goya publicados póstumamente.

 

Además también hay cartas de Picasso, piedras con grabados cuneiformes, un mandil de los del Ku-Klux-Klan, una guía de emergencia para homosexuales capturados por la policía neoyorquina en los disturbios anti-gay de los 60s; videos de los ensayos de algunas de las danzas más representativas de la carrera de Jerome Robbins; los muñequitos originales que inspiraron la creación de Winnie The Pooh y –qué coincidencia–un fantástico grabado de Henrik Goltzius (tal vez de la misma serie que vi el año 2000 en la biblioteca de Londres) representando la caída de Ícaro.

 

Cuando salí a la calle, Manhattan todavía estaba allí. Era más oscuro –está anocheciendo a las 5 de la tarde– y ya no quedaba tiempo para ir a la oficina en el Bronx, solo para un retorno fugaz en el tren a casa. Bajé los largos peldaños de piedra y pasé otra vez entre ellos dos: lucen más elegantes ahora que han sido renovados, pero de cierta forma se les ve menos fieros a los famosos leones. Creo, casi puedo jurar, que me dijeron hasta pronto.

 

Ya saben que volveré.

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