Sabíamos que la sociedad estadounidense es una de las más inequitativas de entre todas las sociedades desarrolladas. En las últimas décadas, además, se ha producido un progresivo aumento de la distancia entre las rentas de los que más ganan y las rentas obtenidas por los menos favorecidos. A ello ha contribuido, sin duda, uno de los rasgos más distintivos de la sociedad norteamericana: la escasa protección social que ofrece el Estado. Algo que para los republicanos, por ejemplo, constituye un motivo de orgullo que enarbolar como bandera electoral.
Por otra parte, la sociedad estadounidense está considerada como una de las sociedades más dinámicas del mundo, en la que resulta posible labrarse un futuro próspero sea cuál sea la clase social de la que se provenga. Sin embargo, este axioma ya no parece ser cierto.
Los datos parecen confirmar que la inequidad social estadounidense es, con cada día que pasa, un hecho más incuestionable y que el sueño americano no deja de ser sólo un mito fundacional, al menos para una gran parte de su población condenada a una inmovilidad social cada vez más extrema.
Movilidad social
El grado de movilidad social es uno de los indicadores más fiables a la hora de saber ante qué tipo de sociedad nos encontramos. Por lo general, la movilidad social se mide comparando el estatus de vida de al menos dos generaciones consecutivas: a mayor grado de movilidad social menos influencia tendrá la clase social en la que naces a la hora de labrarte un futuro mejor. En otras palabras: tu renta dependerá menos del nivel de renta de tus padres.
La importancia de la movilidad como herramienta de diagnostico social tiene que ver con los factores que analiza: la equidad o inequidad en la redistribución de las rentas generadas por un país y su relación con el dinamismo de la sociedad en ese país, el sistema educativo y el progreso intergeneracional por lo que respecta a la calidad de vida.
Varios estudios, como uno llevado a cabo por la London School of Economics hace cuatro años, han concluido que en la gran mayoría de los países ricos occidentales suelen presentarse simultáneamente una baja inequidad social y una alta movilidad social. De los ocho países analizados en el estudio de la London School of economics -algunos de los países más prósperos del mundo: Noruega, Suecia, Finlandia, Dinamarca, Canadá, Alemania, Reino Unido y Estados Unidos- sólo Reino Unido y EEUU se desmarcan del resto: en ellos la inequidad social es muy alta y la movilidad social muy baja.
En un informe publicado en 2010 por la OCDE se muestran resultados similares tras estudiar en qué medida el nivel de renta de los padres ha condicionado el nivel de renta de los hijos:
El condicionante primordial a la hora de generar dinamismo social es, sin duda, el nivel educativo medio de los habitantes de un país. Para asegurar el acceso a la educación -acceso que al menos en sus niveles inferiores se considera una derecho humano- es necesaria una inversión pública que asegure la escolarización de todos los niños. No se trata sólo de un principio altruista: si se quiere beneficiar de todo el potencial talento de sus habitantes, una sociedad ha de invertir dinero para desarrollarlo. El talento es caprichoso y no siempre se da en personas que nacen en familias con medios económicos suficientes.
Junto con la educación institucional, el ambiente familiar condiciona enormemente las perspectivas de futuro de una persona. No todos los padres estimulan por igual el talento de sus hijos. De hecho, la actitud negativa de muchos impide en ocasiones el desarrollo adecuado de los niños, limitando su potencial.
La movilidad social también se beneficia de la presencia de unos determinados valores sociales ampliamente compartidos. Por ejemplo, los valores sociales de Alemania y Dinarmarca -respecto a responsabilidad de la clase política, la ética del trabajo, la responsabilidad de los individuos a la hora de pagar impuestos, etc.- no son comparables a los que se observan en sociedades más subdesarrolladas en este sentido como España o Italia.
En otras palabras: familia, ambiente social y políticas públicas condicionan la cantidad y la preparación de la población de un país, de su capital social, tan o más importante para una sociedad como su acumulación de capital financiero.
En el fondo, la importancia de la equidad y la movilidad social se justifican si convenimos que, a medio y largo plazo, las sociedades más equitativas y dinámicas presentan índices de desarrollo (económico y social) más altos. Algunos estudios así lo demuestran y resulta fácilmente comprobable si uno viaja a Noruega, Suecia, Alemania o Finlandia. O si atraviesa la frontera entre Estados Unidos y Canadá y compara los niveles de calidad de vida, incluidos por ejemplos los índices de delitos violentos a ambos lados de la línea fronteriza.
El caso de Estados Unidos
La movilidad social no es un asunto que tenga que ver únicamente con datos y con estadísticas. Cada sociedad construye su idiosincrasia -sean todos sus ciudadanos conscientes o no de ello- en base a principios muy relacionados con la movilidad social.
En una sociedad como la estadounidense, históricamente inequitativa y con bajos índices de redistribución social de la renta, ha primado desde sus orígenes el principio de que cualquier persona, fueran cuáles fueran sus orígenes sociales, podría prosperar en la vida si poseía talento y trabajaba duro. El sueño americano justificaba, en gran medida, que la sociedad estadounidense fuese mucho más hobbesiana socialmente que otras sociedades desarrolladas como, por ejemplo, las socialdemocracias del norte de Europa. La inequidad era el precio a pagar por la posibilidad de que cualquier estadounidense estuviese en disposición de labrarse un futuro próspero beneficiando, de paso, a toda la sociedad gracias a su prosperidad individual: creando empleo, llevando a cabo labores de mecenazgo, etc.
Si uno analiza los datos sociales y económicos de Estados Unidos, comprueba sin embargo que, tal y como señalábamos al inicio, el sueño americano se ha convertido para un sector creciente de la población estadounidense cada vez más en una quimera. En otras palabras: en una imposibilidad.
En los últimos meses se han publicado en los medios estadounidenses artículos -como éste publicado en The New Republic- que, a diferencia de lo que está ocurriendo en la campaña de primarias del Partido Republicano, sí han abordado seriamente el cruce de caminos al que se enfrentan los Estados Unidos si quieren seguir manteniendo la vigencia de su sueño. Los temas esenciales y prioritarios a debatir son pocos pero muy importantes: sistema impositivo, nivel de implicación del Estado (social) para remontar una situación de parón económico y elitismo del sistema educativo (acusado incluso de racialmente segregacionista). En Estados Unidos, por ejemplo, se ha confiado cada vez más en el sector educativo privado con el argumento de que los padres pueden dedicar a la educación de sus hijos la renta que no se les detrae de sus ingresos en concepto de impuestos. El argumento, dotado de una cierta coherencia, parece cada menos asumible: las clases medias han ido perdiendo poder adquisitivo y la clase baja no ha hecho sino aumentar en número y niveles de pobreza. ¿Puede permitirse un país precindir de todo el talento potencial que nace en familias que en ningún caso podrían permitirse costear la educación superior de sus hijos? Pedir un crédito para estudiar -una solución- tenía sentido cuando los estudios te consentían obtener un trabajo bien pagado. En tiempos de recesión y altas tasas de paro, no deja de aumentar el número de estudiantes licenciados incapaces de encontrar un trabajo acorde con los estudios realizados, y que por tanto se ven obligados a desempeñar trabajos con salarios demasiados bajos como para permitirles satisfacer la deuda acumulada sin por ello interferir en sus patrones de consumo y planes de futuro.
Postdata
En Europa (con España a la cabeza) el debate político debería ser muy similar. Aunque no hemos alcanzado todavía los niveles de inequidad social y de Estado anoréxico que presentan los Estados Unidos parece que vamos en la misma dirección. Las justificaciones a favor de este modelo son muchas, el marketing político se encarga de ensalzarlas constantemente. Los argumentos en contra también son numerosos. Se necesitaría un debate para confrontar ambas posturas y decidir qué queremos.
El problema a día de hoy en muchos países europeos es que sus gobiernos no parecen dispuestos a mantener ese debate. Además, en algunos países de la Unión la dimensión política que debería tener un debate semejante está de momento excluida, ya que se encuentran intervenidos -de hecho (Grecia y Portugal) o de facto (España e Italia) -y están gobernados por ejecutivos dedicados a tomar medidas que, hasta la fecha, no parecen encaminadas a preservar, consolidar o mejorar nuestro capital social. Más bien todo lo contrario.