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Mientras tantoCon el mal a cuestas (1)

Con el mal a cuestas (1)

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

 

Mal social y mal natural

A igualdad de daño objetivo, el sufrimiento experimentado por su sujeto paciente ha de ser por fuerza mayor en el mal social: sencillamente ha habido voluntad o premeditación o, a fin de cuentas, podría haberse evitado. Si no lo ha querido nadie en particular, sino que ha surgido de la confluencia casual de variables, que suele ser lo más frecuente, entonces el sufrimiento viene de que no haya habido suficiente intención de evitarlo por quien tal vez hubiera podido rebelarse y protestar al verlo venir…

 

El mal humano es el sufrimiento inmerecido

El mal será tanto más dañino cuanto más voluntario e injusto nos parezca. Lamentamos todos los sufrimientos inmerecidos (incluidos aquí hasta los naturales, donde no hay lugar a merecimiento, pero decimos que “no hay derecho” a esa enfermedad que nos arrebata al amigo…). No nos limitamos a lamentar el daño ajeno arbitrario, sino que en esos casos nos indignamos o, si lo sufrimos nosotros mismos, nos encolerizamos (Elster) contra el agresor, sea personal o impersonal.

 

Conviene preguntarse si el mal está ya sólo en el inmerecimiento en cuanto tal, en la injusticia cometida por sí misma…, o en el sufrimiento que ello causa a su sujeto o en lo uno y lo otro. Pero el caso es que, ¿llamaríamos mala a una injusticia que no hiciese sufrir a sus víctimas o incluso que les provocase su satisfacción placentera? Parece un contrasentido. La injusticia se produce al mismo tiempo que el sufrimiento de quien la experimenta. Lo que es injusto produce dolor, aunque no todo lo doloroso es injusto. No siempre hay injusticia, aunque  así nos lo parezca, por el solo hecho de que notemos que nos duele la conducta que otro nos dedica; así como tampoco la justicia que se nos hace o se hace a otros la sentimos siempre precisamente como agradable…

 

Al menos en el mal social o inmerecido suena peor que una tontería sentenciar aquello de que “bien está lo que bien acaba”. Eso es mirar sólo el resultado final, o sea, mirar el daño sufrido cuando ya ha pasado o se ha convertido en bien. Acabar bien no puede borrar ni el mal injusto cometido ni el experimentado. No por haber sido ya deja de ser horroroso el horror.  Semejante dicho, sobre todo, evoca como una voluntad de pasar página, de olvidarse de la injusticia y del injusto, de no juzgar: “vamos a dejarlo, lo importante es que ya ha pasado…”. Puede entenderse bien esa escapatoria, pero lo probable es que, por no haberlo corregido, eso que me ha tocado sufrir a mí le toque sufrir después a otro. ¿Es que estoy llamando a la venganza? Pues sí, antes que la falsa armonía y engañosa reconciliación.

 

La dimensión personal o impersonal del daño

Si respondemos más a la cólera que a la indignación, el peor mal es el que tiene (o parece tener) un preciso responsable personal. Ante él predominan los sentimientos heridos sobre el análisis racional más frío y cuidadoso. Si hay finalmente alguien a quien considerar culpable, se diría que el daño puede acabar o bien por la conversión moral de su causante o por su eliminación profesional, legal o incluso física. Bien miradas las cosas, sin embargo (y aunque subsistan los agentes inmediatos individuales), parece mucho más grave el daño producido impersonalmente.

 

Dejemos para otro lugar que de esta impersonalidad formamos parte todos los que consentimos. Hay muchos responsables directos, pero no hay nadie que se tenga por tal y que como tal pueda ponerle remedio o podamos acabar con él. Entremedio se ha interpuesto un sistema, un procedimiento, una red de jerarquías y competencias: verbigracia, la burocracia, con los particulares intereses de los funcionarios mismos, donde todo queda diluido, envuelto y revuelto. El embrollo es formidable, el enredo aumenta cada día que pasa. Tocas algo para empezar por un sitio, pero enseguida percibes que ese no es el cabo del ovillo, que aquél se esconde más atrás. Allí por donde empieces no es el comienzo, hay que recomenzar cada día. Pero cada día que pasa la injusticia prosigue y el sufrimiento continúa. Ya son dos, o más o múltiples los sufrimientos: el de la injusticia misma y el de cada día que defrauda la esperanza de que esa injusticia y su daño se acaben.

 

La dimensión personal del daño tiene un componente que no acrecienta el dolor que produce, pero lo vuelve más humillante. Y es que  por él sentimos que la vida no nos pertenece, que está en manos de otro que puede decidir de ella a su antojo. Uno cree vivir por sí mismo, pero hay múltiples situaciones que revelan nuestro engaño: es el otro quien en realidad vive en uno y en lugar de uno, por más que yo me haga la ilusión de dirigirla desde dentro o al menos desde fuera. Como los hombres no somos robots y acabamos descubriendo de quién dependemos, esa misma conciencia introduce al dictador en nuestra propia casa y ya no saldrá de ella hasta que nos sacudamos su dominio o adormezcamos la conciencia a fin de que esa sumisión no nos incomode.

 

Pese a todo, insisto, cuando en el daño predomina lo impersonal, cuando es objetivo y se produce sin el aparente propósito de nadie en particular, sino de muchos en general, cuando es el resultado de leyes sociales, económicas o políticas inexorables, o simplemente de tendencias ineluctables de la naturaleza humana…, entonces la desgracia y la sensación de desamparo alcanza su cénit, porque se presenta con el rostro de la Necesidad. Entonces es cuando echamos en falta que sea alguien, quien sea, el responsable o culpable. Si al menos cupiera la sospecha de que fuera un ser maligno quien la hubiera decidido o sostuviera esa desgracia, mantendríamos la esperanza de ponerle fin neutralizando o aniquilando a su autor. O, simplemente, de que fuera sensible a nuestras razones o nuestros lloros.

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