Pocas películas filmadas hace cincuenta años pueden resultar más actuales que este western crepuscular que John Ford inventó, treinta años antes de que Clint Eastwood rodase Sin Perdón. Y digo lo de la actualidad de la película porque el tema que subyace a la historia del triángulo amoroso entre los personajes interpretados por John Wayne, James Stewart y Vera Miles es el debate entre Estado y Mercado. Ya que una de las tramas del guión es la elección, por parte del territorio donde se sitúa la imaginaria ciudad de Shinbone, entre la adhesión al Statehood o la permanencia en el régimen de Open Range.
Una de las principales críticas que históricamente ha sufrido la obra tiene que ver con el casting, ya que tanto Wayne como Stewart a la sazón metidos en la cincuentena interpretan a dos veinteañeros. Aunque mi interpretación de la elección por parte de Ford de estos dos actores tiene que ver con lo que habían representado ambos para el gran público a lo largo de sus carreras. Stewart asociado a la figura del americano ingenuo e idealista, protagonista de las fábulas de Capra, y Wayne representando al tipo fuerte y silencioso amante de la libertad.
La primera vez que vi la película me sorprendió enormemente lo revolucionaria que resultaba, desde un punto de vista ideológico, para ser una obra de John Ford (director catalogado como derechista por los intelectuales de la Gauche Divine). De hecho, hay partes fundamentales de la cinta que fueron cortadas por la censura franquista, concretamente las que tienen que ver con la instrucción pública y la libertad de prensa. Pero más sorprendente aún resulta que sea el personaje interpretado por John Wayne (que desprende una melancolía como pocas veces he visto en una pantalla) el que se sacrifique para dar paso a la civilización, consciente de que tanto el lejano oeste como él son un anacronismo.
Pues bien, por las cosas que tiene el movimiento pendular de la moda, parece que los valores del Open Range (que hablando en plata se resumen en uno: “que cada perro se lama su…”) vuelven a ser lo último de lo último, ciento y pico años después de su derogación. Y lo preocupante del tema es que los partidarios del Open Range tienen una potencia propagandística asombrosa. De hecho incluso están logrando acabar con la hasta hace poco explicación consensuada al origen de la actual crisis económica en los Estados Unidos, atribuyéndola no a la irresponsable concesión de préstamos, ni a las apuestas con derivados ni al excesivo apalancamiento de las instituciones financieras, ni a los paquetes retributivos mal diseñados, sino a la política de vivienda del gobierno. Aunque lo que de verdad es un mérito propagandístico asombroso es revestir de respetabilidad en España (donde sólo pretendemos copiar los aspectos más descarnados del liberalismo) a una ideología que tiene entre sus representantes más destacados a Rodríguez Braun (un individuo al que su feroz espíritu libertario no le impide cobrar un sueldo de una universidad pública) y a Jiménez Losantos. Dicho esto a modo de inciso.
Es cierto que en la actual crisis, al menos en España, las administraciones públicas han cometido su parte alícuota de desafueros, pero no me parece justo que en el relato final que se imponga sea el sector público el principal responsable de todo lo sucedido y que por tanto la única salida posible sea el sálvese quien pueda de los mercados regulados por sí mismos. Sobre todo, cuando estamos en una crisis sistémica muy compleja en la que probablemente la única solución pasa por la cooperación entre los países desarrollados que han llegado al límite de su capacidad de endeudamiento y los emergentes, escasamente bancarizados y con toda su capacidad de apalancamiento intacta.
En mi primera entrada en este blog escribí que no me convencían por completo las tesis ni de keynesianos ni de la Escuela Austriaca, al menos no con la intencionalidad que se estaban esgrimiendo en los medios de comunicación, pues ambas escuelas se dejan en el tintero detalles (como el análisis de incentivos o la naturaleza hobbesiana del hombre) sin los cuales su utilidad como herramientas de análisis es limitada. En este sentido coincido con Marty Whitman, gestor de inversiones que a pesar de ser un defensor del capitalismo piensa “… de ninguna manera se puede deducir, como muchos discípulos de Hayek parecen creer, que el gobierno es per se malo e improductivo mientras que el sector privado es per se bueno y productivo. En las economías industriales bien gestionadas, hay un matrimonio entre el gobierno y el sector privado, dentro del cual el uno se beneficia del otro”.
Entre las consecuencias (demostradas empíricamente) de los mercados completamente desregulados según Whitman están: 1) Niveles exorbitados de retribución a ejecutivos 2) Existencia de negocios pobremente financiados con altas probabilidades de incumplimiento de su deuda 3) Burbujas especulativas 4) Tendencia a concentración en monopolios y oligopolios 5) Corrupción.
Para mí el mayor error en que incurren los seguidores más talibanes del liberalismo reside en la ignorancia de los procesos históricos que nos han llevado hasta la actual configuración de la sociedad. Al fin y al cabo lo que tenemos es la consecuencia de un largo proceso dialéctico. Es cierto que habrá que llegar a un acuerdo sobre la dimensión de la administración y las hipótesis actuariales actualmente en vigor para que el sistema sea sostenible, pero plantear una enmienda a la totalidad me parece pecar de miopía. Es olvidar que gracias al acuerdo alcanzado entre las partes no se produce cada pocas décadas el asalto al Palacio de Invierno.