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Mientras tantoCon el mal a cuestas (3)

Con el mal a cuestas (3)

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

 

La complicidad de quienes no quieren intervenir

 

En el caso que desencadena estos pensamientos  hay una voluntad evidente de no querer saber; más todavía, de no intervenir, siendo así que se puede (se tienen medios) y hasta se debe (existe una obligación legal). Pues no hablamos de quien con serio riesgo o sacrificio de algo importante -hasta de la vida-  se enfrenta al malhechor. Eso sería pedir demasiado y su omisión parece perfectamente justificable. Hablamos de quien desde arriba no se atreve a amonestar al de abajo que está causando daño, cuando puede y debe, en el supuesto de hallarnos en un sistema burocrático Esa complicidad de la autoridad resulta mucho más deleznable precisamente por ser autoridad y tener poder para atajar el mal.

 

La lógica burocrática explica o justifica mucho, pero también condena la conducta contraria. Por un lado, justifica la inacción porque “eso no es de mi competencia”, que nadie me acuse de intromisión, son otros los que tienen el deber de arreglarlo, etc. Pero, de otro lado, condena que un superior no se atreva a amonestar o detener al inferior que comete daños. Esto muestra más bien que hay una afinidad última entre superiores e inferiores en la jerarquía administrativa, una afinidad que supera con mucho la que cada uno de ellos debía sentir con respecto a los ciudadanos. A la postre, seríamos colegas de departamento mucho antes que conciudadanos…

 

Pero no haría falta limitar tanto el alcance del consentimiento cómplice. Todos caemos en él y seguramente varias veces al día. Cada vez estoy más seguro de que el mal más abundante es el mal consentido, no el cometido. No siempre inconscientemente, sino también con plena conciencia. Incluso los daños experimentados por nuestros seres más queridos son, a fin de cuentas, ajenos y pronto quedan olvidados o arrinconados donde ya no nos duelan ni ocupen demasiado espacio. Seguramente no puede ser de otro modo. Incluso el más santo no podría cargar con tantos horrores como consiente y que hubiera podido evitar o reducir si le hubiera cabido alguna actividad redentora además de las que ya invadían del todo su vida. El mal es omnipresente y quienes estuvieran dispuestos a hacerle frente sólo estarían en presencia de unos pocos daños. Estos pocos no serían males consentidos por aquellos santos, sino simplemente inevitables en razón de la limitación de las fuerzas humanas. El problema es cuando se consiente lo que hubiera podido ser evitado o reducido.

 

 

De cómo el mal llega de la manera más inesperada

 

A saber, cuando suponíamos que esta vez no nos iba a pasar o lo temíamos viniendo de otro origen.

 

Por mucho que nos creamos preparados, el daño nos pilla desprevenidos casi siempre. “No sabéis el día ni la hora”, en efecto. Ni tampoco la mano que nos lo va a infligir, ni el modo e intensidad que va a adoptar. Ni las máscaras a las que va a recurrir ni las excusas o justificaciones que adoptará. Puede ser que para su sujeto agente ese daño sea menor, que no le parezca que sea para tanto, que haya sido su transmisor impremeditado y que, por tanto, ni se le pase por las mientes su responsabilidad en el caso. A fin de cuentas, lo más probable es que el mal que nos hacen en nuestras carnes sea nada más que otra maniobra de las infinitas que perpetra el afán de subsistencia de quien lo comete. Hoy eres tú la víctima, mañana serás (o ayer fuiste) el agresor. El “hoy por ti, mañana por mí” puede también recibir este sentido. La necesidad vuelve indistintos o rotatorios los puestos de agente o paciente que sucesivamente ocupemos. Si apenas se presta atención a los quejidos ajenos, a menudo es porque antes fueron los nuestros los que sonaron sin obtener eco suficiente.

 

Pero no es verdad completa que este mal nos pille casi siempre desprevenidos. Estamos siempre preparándonos contra eso que nos puede herir o matar, a menudo inconscientemente pero con mayor conciencia conforme la vida avanza. Lo que pasa es que, por mucho que nos prevengamos contra él, siempre será poco para que no nos alcance. La diferencia propia de la vejez es que a esta edad sabemos que el hombre puede hacer mucho mal sin ser de verdad malo, sin buscarlo a propósito. Sabemos que a ello le empuja sin pausa su propia necesidad de supervivencia, de ventajas, de autoestima; en una palabra, de “perseverar en su ser” bajo cualquiera de sus incontables modalidades.

 

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