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Mientras tantoMar de afuera

Mar de afuera


 

Captar el aura de las cosas antes de que estén fijadas como signo universal o emblema informativo. Asistir a la huida de los objetos, su irremediable fuga de nuestra voluntad de captura. Para propiciar esta mirada metafísica la exposición Mar de afuera en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, abierta hasta junio de  2012, se esfuerza en llegar a rincones apartados, libres de una civilización saturada de códigos.

 

Manuel Vilariño baja la vista hasta un grado cero, intenta volver a lo no sabido del mundo y lo no sabido de nosotros mismos. Para ello aprovecha la desolación mística de las mesetas y los horizontes abiertos, casi inabarcables, bordes de la civilización donde apenas tenemos referencias que nos proporcionen seguridad, ni siquiera en cuanto a la escala. Al faltar absolutamente la figura humana, estos paisajes tienen un aire fantasmal, como grandes maquetas. Lo real y el artificio se confunden en estos parajes deshabitados, inhóspitos para el hombre.

 

Por muy acompañados que estemos en ese momento, la soledad del espectador ante estas vistas procede de que ellas establecen, incluso a nuestro pesar, un hilo de comunicación con el misterio del mundo. El descomunal abandono de estos parajes, su silenciosa lejanía de toda protección, nos convierte en un perfecto “don nadie” y nos deja solos entre unos hombres tan ocupados consigo mismos.

 

De alguna manera, con una alta resolución técnica en sus fotografías, Vilariño logra la indefinición en el cuerpo de la definición, tanto en la masa brutal del silencio rocoso, como en la llanura marina o en los bloques de hielo. Tampoco éste es inmaculado, pues cada esquina de la tierra y cada ser, también los pájaros o los mamíferos, se muestran tocados por la sombra de otra influencia. Alles punctum: virginidades manchadas. Vilariño trabaja una especie de conspiración secreta de los elementos, como si todo lo sólido estuviera corroído por un rumor que viene de lejos. Mar de afuera analiza así la frontera entre lo macizo y lo espectral, entre la luz y el silencio. Las siluetas animales, las moles oscuras (acantilados en sombra, pupilas de pájaro) son en esta exposición el símbolo de una región abisal que pulsa en la misma superficie de las cosas. Incluso en las presencias masivas hay una inminencia oscura que nos expropia la ilusión de estar del todo allí, de dominar aquel sitio.

 

Aunque la fotografía ha sido con frecuencia una muestra, a veces obscena, del dominio del hombre sobre la tierra, Mar de afuera reúne por el contrario un catálogo de derrotas, la amenaza de un iceberg sumergido en cada objeto, un inconsciente óptico en la misma mirada. Háptico, más que óptico, pues en este caso el artista consigue tender una mirada sin jerarquía que aleja la materia al enfocarla.

 

Afuera es una palabra que, mucho antes de Blanchot y Foucault, nos trae reminiscencias legendarias. El mar es, por ejemplo, una de las metáforas favoritas de Machado, este gran desconocido, para describir el desierto que transporta el ermitaño que somos. Una tierra que ya no tiene caminos, en la que sólo algunos brujos ven marcas. Manuel Vilariño localiza sin embargo huellas, recovecos, formas, donde otros ven sólo un inhabitable desierto. ¿Hay otra tarea ética para el arte, la de descubrir un rostro y una voz donde la “sociedad”, su libertad de expresión informativa, no ve absolutamente nada?

 

Universo flotante, cierto, pero no porque con frecuencia los sólidos aparezcan envueltos por el líquido, o el pájaro (¿muerto? ¿vivo?) por un fondo blanco, sin porque cada toma capta la hiperrealidad de lo real y a la vez su inquietante espectro. A veces cuesta incluso enfocar, distinguir la nitidez de lo borroso. Como dice Alberto Ruiz de Samaniego citando a Didi-Huberman en el catálogo: la apariencia es un constante batir de alas, un latido. Algo que se pierde en la exacta medida en que se encuentra. A la manera del registro inconsciente de unos humanos sajados por la Spaltung, la obra de Vilariño extiende a animales y elementos una misteriosa individuación, la “no equivalencia” que hace bienaventuradas o siniestras a las personas.

 

Tierras letárgicas bajo cielos lívidos, a la espera de otro clima. La sombra, casi, antes que los cuerpos. En esta atmósfera detenida, los animales se parecen al mineral; la nieve y los riscos, a un gran mamífero dormido. El misterio de una tierra que nunca conoceremos, pues no hay placa fotográfica sensible a su abismo central, establece continuas analogías entre los tres reinos que artificialmente hemos separado desde nuestra máquina antropomórfica. Como dice Agamben en Lo abierto, para entendernos sería necesario asumir el torpor animal, establecer un compromiso moral con lo no humano.

 

Creo que en esta dirección camina el compromiso ético y estético de Vilariño. El mar, como el sueño, es lo semejante remitiendo sin pausa a lo desemejante. Su propia superficie espejea con lo para siempre insondable. Algo parecido a lo que vemos en los ojos animales. Acechan, pero nunca sabemos desde dónde, menos todavía con que intención: por eso es indiferente que estos pájaros estén vivos, muertos o disecados.

 

Si no fuera por nuestra castrante educación cívica, la inquieta ambivalencia que sentimos en el mar o la nieve la notaríamos también en el rostro del hombre. Cuando duerme, cuando descansa, cuando no se siente observado. En el impresionante documental Polustanok (The train stop), Sergei Loznitsa logra que el enigma del cansancio y el sueño humano roce la misma impenetrabilidad de un paisaje mineral.

 

Última Thule, lugares recónditos al final de una planicie. El fin del mundo que es cada ser. Las plumas de lo animal, su iris, su sueño, su peligro contenido bajo todas las apariencias de lo doméstico. Según Mar de afuera, lo salvaje no parece tanto encarnado en los lugares espectaculares, las fieras y los riscos peligrosos, como en el enigma de la misma dulzura natural, su yacer ahí, sin esperar una mirada cómplice.

 

 

Ignacio Castro rey. Madrid, 28 de abril de 2012

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