Tras una semana en la que se ha vivido una semifinal de Champions de infarto; la eliminación rompecorazones de un equipo español que jugaba en suelo propio; una tanda de penaltis dramática como la que más, con paradas tan imprevisibles como espectacular fue el error definitivo. Tras una semana en la que el FC Barcelona, eliminado, ha sido el foco de la atención del fútbol mundial, no queda alternativa, si se mira con un ojo histórico, que recordar aquella infame final de 1986 en el Sánchez Pizjuán de Sevilla, donde el Barca de Terry Venables, Urruticoechea, Schuster, Lobo Carrasco, Calderé, Julio Alberto, sufrió la ignominia de no conseguir marcar siquiera uno de los cuatro penaltis que cobraron ante el inolvidable Helmut Duckadam del Steaua de Bucarest.
La Copa de Europa de aquel año era la primera tras el desastre de Heysel, el año anterior, en el que 39 espectadores habían perdido la vida. Por este mismo motivo, la hegemonía que venía ejerciendo el fútbol inglés en los torneos europeos desde hacía una década debía, forzosamente, llegar a su final, pues la UEFA había impuesto una sanción de cinco años durante los cuales ningún club afiliado a la Federación inglesa podría participar a nivel internacional.
En este contexto, el campeón vigente, la Juventus de Turín, lucía como el candidato más fuerte a hacerse de nuevo con la Copa. Pero la Juve – esa Juve enorme de Trapattoni, de Tacconi, Cabrini, Scirea, Platini, Laudrup y demás, de la que ya hemos hablado – se encontró con el Barcelona en los cuartos de final, y un gol de Steve Archibald en la vuelta en el Stadio Comunale (antes de que se construyera el Delle Alpi) le dio el pase al club catalán.
Las semifinales emparejarían al Barca de con el Gotemburgo sueco y al Steaua con el Anderlecht. Al lector joven esta permuta podrá parecerle una aberración y un regalo para los blaugrana, pero el Anderlecht venía de eliminar a un gran Bayern (el mismo que al año siguiente demolería al Madrid, rumbo a la final contra el Porto) y el Gotemburgo (ganador de la UEFA en 1982 y, luego, en 1987) vivía el mejor momento de su historia. Solo pudo el Barca con los suecos tras una tanda de penaltis en casa, en la que, de seis disparos, solo falló el Lobo Carrasco.
Pero a los de Venables, la suerte se le había agotado. Porque aquel Steaua de Bucarest era uno de los dos grandes clubes del Este de la época. Con Duckadam, Balint, Lacatus, Piturca, Boloni y Belodedici (quien luego jugaría en el Estrella Roja, el otro grande), aquel Steaua se enfrentaba a un Barcelona que prácticamente jugaba como local, pues la final se disputaba en Sevilla. En aquella época, ¿cuántos rumanos podían desplazarse a España? Sólo altos funcionarios del ejército, pues el Steaua era el club del ejército. El resto de los 65.000 aficionados en el campo alentaba al Barça. Mérito tiene, en esas circunstancias, aguantar el 0-0 por 120 minutos. Luego, en los penaltis había dos grandes porteros: Urruticoechea, anti-penaltis, quien, como Iker la semana pasada, paró dos envíos; y Duckadam, menos conocido pero muy bueno también.
El Steaua tenía un equipazo, en lo que fue el mejor momento del fútbol rumano en su historia. Todo el mundo sabe que aquel equipo fue campeón de Europa en 1986, pero lo que casi nadie recuerda que esa misma generación de jugadores, junto al gran Hagi, llevaría al Steaua a disputar las semifinales europeas de la temporada 1987-88 y la final de 1989, frente al Milán en Barcelona (derrota 4-0). Fue un gran equipo, que con la Revolución rumana de 1989 sufrió el éxodo de sus mejores jugadores. Nunca más el Steaua ha vuelto a ser lo que fue en los ’80; ni está fácil que lo sea, porque sus jóvenes promesas se van rápidamente del país a jugar en Alemania u Holanda.
Para el Barcelona, ese fue uno de los más grandes fracasos en toda su historia – y eso es así, aunque hoy parezca que es esta la primera crisis a la que se ha enfrentado la afición culé en la vida. Pero el fútbol, como la liga, dixit Karanka, continúa.