Apuntes del viaje a París
8.6.
Colonia : Camino de la estación, en un supermercado de bricolaje, de Barbarossaplatz, descubro una falta de ortografía en la dirección donde se encuentran los parqueos para los clientes: Triererstrasse. ¡Analfabetos! Deberían saber que las calles con topónimos se tienen que escribir en alemán con dos palabras, Trierer Strasse. No es lo mismo la Adenauerstrasse (la calle del canciller Adenauer) que la Adenauer Strasse (la calle [del pueblo] de Adenau). Ver escrito Triererstrasse, y en letrotas de semejante tamaño, es algo que hace daño a la vista. Grrrrrrrrrrrr…
París : En la Gare du Nord sólo una ventanilla abierta para el despacho de billetes del Métro, dizque porque hay una docena de automáticos instalados. Lo que pasa es que el manejo de esos automáticos es materia reservada a ingenieros con alta especialización en Cibernética. Menos mal que una pareja alemana, en la cola detrás de mí, ya conoce los rudimentos de la especialidad y no llegan a 10 los minutos perdidos en comprar un ticket de 10 billetes. Un billete por minuto, waw! Y eso en vísperas de la Olimpiada de Londres: ¿será que me queda todavía tiempo para inscribirme?
Saludamos a Beto en el Hotel, nos da la 13 en el 3er. piso, una habitación que ya hemos tenido en varias ocasiones. Y a los pocos minutos llega Julio y nos trae el regalo de un CD titulado “Angie”, como nuestra nuera, con canciones suyas cantadas por una haitiana que se llama así; amén de ello también nos regala el DVD de un mediometraje caleño, El teorema de Jenny, donde él interviene como actor. Y del Esmeralda nos vamos a tomar café en el de la esquina de la rue St. Jacques con el Quai St. Michel, y de allí, luego, caminando morosamente, por el bulevar St. Germain, a El Sur, donde una de las camareras es neerlandesa, y el dueño, argentino, también parla la lengua natal de Erasmo. Encargamos milanesas Diny y yo, y Julio empanadas de humita y tomate con mozzarella, se ha vuelto medio vegetariano. Diny toma Chardonnay, Julio y yo el tinto de la casa. Es una buena cena y el augurio de una linda estadía en los parises de la Francia. Sobre todo porque la charla con Julio resulta siempre muy cálida y estimulante.
En el café donde estuvimos al salir del Esmeralda había televisores en casi cada rincón, así es que fue inevitable enterarse del comienzo de la Eurocopa de fútbol, a la que –no sé si mamando gallo o en serio– un tuitero colombiano llama «la Copa del Mundo sin Brasil ni Argentina».
De vuelta en el hotel, Diny se acuesta y sigo leyendo la última de la saga del comisario LaBréa, Der lange Schatten [La sombra larga], que ya comencé en el tren, y pienso que en realidad, y a tenor de lo que voy leyendo, el título español tendria que ser más bien La larga sombra, porque alude a la que proyecta su pasado sobre la vida actual del comisario. Hasta podría hacerse una paráfrasis de la novela de Delibes y titularla La sombra del pasado es alargada. Ah, el idioma y sus matices… [Ah, la pintura y sus Matisses… (¡Qué juego de palabras más tonto!)]
9.6.
El cielo luminoso, despejado y azul. Desayunamos en Panis, vis-à-vis con la torre sur de Notre Dame, al otro lado del río. Y de Panis nos vamos a nuestra visita canónica del cementerio de Montparnasse, ça va dire de la tumba de Cortázar, cada vez que venimos a la ciudad. Pero esta vez, además, quiero saber dónde enterraron a Carlos Fuentes, y como la oficina está cerrrada le pregunto al centinela de la puerta, un policía seguramente de ascendencia senegalesa (tengo metido en el coco el cliché de que todos los senegaleses son altos). A su lado hay un señor ya mayor, aunque un par de años más joven que yo, y el policía le dice, al oír mi pregunta: «Eso es cosa tuya». Y el señor nos indica que lo sigamos y en camino nos empieza a explicar la historia de este cementerio; como me temo que sea un guía que quiera encajarnos una visita pagada, con muy pocas palabras le doy a entender que este cementerio me lo sé de memoria, y hasta lo llevo a mi propia tumba, cuya mención lo ha sorprendido. Luego se revancha mostrándome las de Carlos Fuentes y Susan Sontag, y entretanto hemos descubierto que es alemán, de Stuttgart, lo que pasa es que lleva 40 años viviendo en París, y ahora, ya jubilado, su hobby consiste en esto, patearse los cementerios de la ciudad e investigarlos concienzudamente. Nos despedimos ante la tumba de Samuel Beckett y nosotros seguimos a la de Vallejo, donde el Colectivo de Peruanos en Francia ha colocado el 15.4. de este año una placa con un verso del cholo: «Hay, hermanos, muchísimo que hacer». Yendo y viniendo trabamos conocimiento con dos parejas, mexicana la una, paraguaya la otra, a quienes ayudamos a encontrar las tumbas de Cortázar y la escultura “El beso”, de Brancusi, bellísima, en el último ángulo del cementerio, y vigilada por una cámara porque la han intentado robar. En la antología de poemas sobre París que cargué en mi morral, hay uno de Rainer Kunze dedicado a ella. [Lo traduciré el lunes en el tren de regreso a Colonia: «Como si se hubiesen perdido / entre estas fortalezas de tumbas // y el cementerio, echando mano de sus últimos muros / hubiera detenido su huida // para por fin tener a dos / que viven»].
También es tradicional que terminemos nuestro paseo por el cementerio de Montparnasse en el Café des Arts, en la esquina de Edgar Quinet con Raspail. Y que recuerde nuestro almuerzo acá el 12.2.1994, después de rendirle a Julio, en el décimo aniversario de su muerte, el homenaje tal vez más lindo que se le haya hecho jamás: una rayuela en la rue de l’Hirondelle, el escenario del encuentro sexual de Oliveira con la clocharde; después, de allí, nos fuimos al cementerio y al fin recalamos, transidos de frío, en este Café des Arts. Y recuerdo cómo Karen, la hija de Claribel, le encargó al camarero «Une omelette baveuse, s’il vous plaît!», y cómo yo, al oír eso, también encargué una… «mais pas baveuse, s’il vous plaît, bien, bien cuit!» [“nada de babosa, bien, bien hecha”]. Y cuando encargo la de hoy, con idénticas palabras, recuerdo asimismo que ayer, en su cuenta T, Héctor incluyó el siguiente tuit: «Sabes bien otro idioma cuando eres capaz de pedir los huevos tal como te gustan». Pero lo que más y mejor recuerdo, siempre, al acordarme de Karen, es la anécdota de su escolarización en Francia. Estaba Bud entonces desempeñándose como diplomático, lo destinaron a París y llegaron él y Claribel, con sus cuatro criaturas, y una primera tarea por hacer: buscarles escuela. Fue en la propia embajada de los USA donde les recomendaron una dizque buenísima en las cercanías del piso donde iban a vivir, y del Métro Passy, y Claribel los inscribió allá. Y vinieron las primeras notas, y los niños eran los primeros de sus respectivas clases. Y vinieron las segundas notas, e ídem de ídem. Y Claribel recapacitó que sí, que sus hijos no eran torpes, pero no tan inteligentes como para copar los primeros puestos en una escuela de un país extraño y empezando a aprender su idioma. De manera que fue a ver qué estaba pasando, y gracias a ello se enteró de que había matriculado a sus hijos en una escuela para niños retrasados mentales, como se decía entonces. Por supuesto, se llevó los suyos a casa, inmediatamente, y les echó una bronca: «¡¿Pero cómo es posible que ustedes no se hayan dado cuenta?!», clamó desesperada, y entonces la respuesta grandiosa de Karen: «¡Pero mamá, es que nosotros pensábamos que los franceses son todos así!». Todavía me río, y Diny conmigo, cuando evocamos ese momento estelar de la Humanidad.
Después de la siesta comienza a llover. Ponemos rumbo al mercado de flores de la Cité, que lo tenemos a la mano, nada más atravesar el río, y en él podemos pasear bajo techado. En uno de los puestos, Diny descubre unas orquídeas bonsai y me comenta: «Mira el precio, 8,90; en Aldi las venden a 2,95». Al rato, me siento a la orilla del río, a esperar a Diny que sigue recorriendo el mercado, y vuelve con saquitos de lavanda para nuestro gineceo coloniense. Durante la espera, intento rememorizar mi traducción de uno de los poemas que más me gustan de Jacques Prévert: «He ido al mercado de pájaros / Y he comprado pájaros / Para ti / mi amor / He ido al mercado de las flores / Y he comprado flores / Para ti / mi amor / He ido al mercado de chatarra / Y he comprado cadenas / Cadenas pesadas / Para ti / mi amor / Y después fui al mercado de esclavos / Y te he buscado / Pero no te he encontrado / mi amor». ¡Qué belleza! Chapeau, mon vieux!
También mientras esperaba a Diny llegué a la conclusión de que París debe ser la ciudad con la tasa de criminalidad más alta del mundo, o bien los conductores de las patrulleras de la policía mantienen un sistema secreto de apuestas, a ver quién es el que recorre más km en menos tiempo haciendo sonar la sirena. No de otro modo se explica que ese sea el ritornello continuo de fondo a la vida callejera de esta ciudad.
Cenamos en Au Pied de Cochon, y llegamos puntuales como BigBens; Diny y yo viniendo del boulevar Sebastopol, María Cristina recién arribada a la puerta del restaurante, y el 1,93 m. de François Constantin materializándose en el aire y obligándonos a mirar a las alturas para poder saludarlo. María Cristina ha reservado acá atendiendo a mi ruego de que comamos en un sitio donde den una buena sopa de cebolla. Gran cena. Y larga conversación sobre el momento por el que atraviesa España. María Cristina se siente preocupada pensando en la derecha que conoce, para la cual la República es el Anticristo, pero al mismo tiempo abomina de los Borbones en el poder, lo que esa derecha quiere es el regreso de un hombre fuerte, como el inferiocre. Por hacer una broma le digo que la mayor desgracia de España es que no cuenta con una Mafia propia, como Rusia, por ejemplo. Y luego, casi aterrorizado, me pregunto si mi broma no será verdad. Pero luego me digo que España sí tiene Mafia propia. La bancaria, financiada por el Estado.
Al salir del Métro en St. Michel quiero echar una mirada hacia la île de la Cité, donde se alza la mole del edificio de la policía judicial, en el 26 del Quai des Orfèvres, a la izquierda de Notre Dame. Tras una de las ventanas del tercer piso, escalera A, la luz permanece encendida toda la noche. La leyenda y la policía parisina nos dicen al unísono que es la ventana del despacho de Maigret. Creo que no debe existir en la ecúmene toda ningún monumento más sencillo ni más luminoso. En homenaje y a la memoria de un escritor luminoso y sencillo como pocos: Georges Simenon. [Este texto –exceptuando “Al salir del Métro en St. Michel”– es una autocita, pero no lo podría describir mejor de como lo hice en aquel momento, así que me limito a copiarlo].
En el hotel, con un buen whisky a la mano, prosigo la lectura de la novela del comisario LaBréa. Y en ella me encuentro, de repente, con Íngrid [sic] Betancourt. Un atracador de un banco ha tomado como rehén a la compañera del comisario, embarazada de tres meses, y él discute con el jefe de los comandos especiales si el banco y/o el ministerio del Interior no deben ser quienes se hagan cargo del rescate. El colega le explica que eso sólo pasa en condiciones especiales: si los secuestrados estaban en misión oficial y/o bien son miembros de las FF.AA. o de alguna ONG u organización humanitaria. Y el comisario le replica con el caso Betancourt, quien era nada más que una política colombiana con doble nacionalidad. Su colega le responde que en ese caso se trató de una decisión personal tomada en el palacio del Elíseo. 63 páginas más adelante es la propia rehén (¿dirán “rehena” las militantes genéricas?), Céline Charpentier, quien recordará la inmensa foto de Ingrid Betancourt colgada por aquellos días en la fachada del Hôtel de Ville.
También ya en el Esmeralda, Diny se pone a leer la antología de textos acerca de París que metí en mi morral, y así hace tiempo hasta la medianoche, para ser la primera en felicitarme por mi cumpleaños, como si fuera posible que alguien se le adelantase. Los dioses la bendigan.
10.6.
Después del aseo matutino, y mientras me estoy poniendo las medias de compresión, le pido a Diny que me acerque los calcetines, y al traérmelos de repente cae en la cuenta de que se trata de un par de calcetines de Oskar. Yo, que a estas alturas del partido he ido adquiriendo ciertas pequeñas supersticiones, lo considero un buen augurio. Gracias, Oskar, por acompañarme así, rendido a mis pies, en este día de mi 73° cumpleaños.
Desayunamos en Panis y le digo a Diny que quiero reposar hasta las 11, antes de ponernos en marcha a la cita con Aurora, que es a las 12. Y ello da pie a una demostración avant la lettre de lo que es mi poco menos que enfermizo sentido de la puntualidad. Resulta que Diny se va de paseo por el Quartier Latin y se pierde, de repente anda ya por el Odéon cuando debiera estar llegando al Sena. En resumen, regresa al Esmeralda a las 11.10, salimos camino del 9 de la plaza del general Beuret y llegamos allá (lo compruebo en un reloj digital, ya en casa de Aurora) a las 12.10. Se lo explico a nuestra amiga, pero ella me replica con una frase que dará pie a una serie de recuerdos y reflexiones de otro tipo: «Me enteré de que fuiste gran amigo de Kagel». Aurora pronuncia “Kajel” y eso me despista hasta que ella misma cae en la cuenta y lo pronuncia a la alemana, “Kaguel”. Y sí, claro que fui amigo del gran Mauricio, y por ahí se anuda una plática que va a durar hasta las 4 p.m., cuando nos separamos después de almorzar en Le Cap, un lindo restaurante muy cerca de la casa de Aurora, a quien la dueña saludó al llegar con un abrazo y un beso. Pero todo lo que platicamos (primeros amores, últimas palabras, duelo, amístades, odios), pertenece al secreto del sumario. No así lo que morfamos. Dorada a la plancha, Aurora. Gazpacho y ensalada italiana, Diny (justo el día en que van a enfrentarse, en la Eurocopa, la roja vs. la escuadra burra; ojalá gane el gazpacho, no porque me salga a flote ningún nacionalismo o patriotismo, ambos me asquean, sino porque más asco me da el juego de los italianos, desde siempre). Ostras y carpacho de res, una servidora. Y el vino: Chardonnay. Cuando la camarera nos pregunta que si queremos postre, y Aurora y Diny sólo encargan café, y yo “un agujero normando”, la dueña se acerca para decirme que no tienen Calvados, pero me desea ofrecer algo mejor: un sorbete de limón con vodka. Alabado sea el santísimo sacramento del altar, le contesté.
De vuelta al Esmeralda, en el Métro, en la estación Vaugirad suben a nuestro mismo vagón los cinco miembros de una familia cuyo padre es idéntico a De Gaulle tamaño humano y no estatua de sí mismo, y eso me recuerda que no anoté en la libreta, ayer, en otro trayecto en Métro, que subió a él una mamá con su niña en un cochecito, y que esa niña era la imagen viva de Libertad, la minúscula (y mayúscula) compañera de Mafalda. Por cierto que en este tren donde viajamos ahorita, uno de la nueva generación, y en el que la megafonía va anunciando las estaciones, he registrado que lo hace en dos tesituras. Primero, por ejemplo, «Pasteur?», y al cabo de un par de segundos, cuando el tren ya entra en la estación, «Pasteur!» Queda la impresión de que incluso el propio conductor no está seguro de la estación adonde vamos a llegar, o bien está tratando de recordarlo, y al entrar en ella lo confirma con un semitono de júbilo: ¡acertó!
Logramos descansar una hora en la # 13, antes de que lleguen Celina y Jorge, que vienen desde la Gare du Nord, porque Celine anduvo en un encuentro profesional en Bruselas. Y lo primero que hace Jorge es entregarme una carta de Ignacio de Loyola y un CD de su hija, Rita Gullo, que me dejaron al pasar por acá hace una semana. Salimos luego a tomar una copa en un bistró del bulevar Saint Germain, y nos cuentan de lo muy impresionados que quedaron presenciando las procesiones de la Semana Santa en Sevilla. Después, bajo la lluvia, vamos a dos restaurantes argentinos, El Palenque y El Sur, pero ambos cerrados en domingo. Finalmente, y tras remontar penosamente (yo) la montaña de Santa Genoveva, arribamos a Le Petit Prince y conseguimos una mesa. La comida es buena, y el vino (un Chablis) de lo mejor, pero en la cocina se demoran demasié con el suministro, al final casi ya no se tiene hambre, si acaso se recuerda todavía lo que se encargó. Es el problema básico de la gastronomía parisina, como en El País; economizan a base de prescindir de los profesionales, y eso, a la larga, lo notan: los comensales y los lectores.
Lectura nocturna, acompañada por el resto de la botella de whisky que me traje desde Colonia: la antología de textos sobre París, con una paleta de autores que es como el almanaque Gotha de la literatura. Gozo dos o tres textos. Por ejemplo uno de 1935 donde Valéry se burla gentil de quienes hablan mal de la Academie Française, diciendo que sus dardos contra ella son de todo punto necesarios, si no les faltarían para su gloria, tanto como les falta Molière en su historial: «Quienes de ese modo nos asaetean una y otra vez, quizás no se dan cuenta de que al hacerlo también cultivan ellos una tradición». Delicioso, debo mandárselo a todos mis amigos acérrimos antiacadémicos vocacionales. Otro texto que me seduce es un fragmento de Queneau, de Zazie dans le Métro. Y un tercero es una crónica deportiva de 1950 donde el periodista Paul Laven se pregunta a propósito de un partido de fútbol entre Alemania y Francia: «¿Francia? En el once de las camisetas azules juegan dos serbios, un inglés y un uruguayo» (amén del mulato Diagne), «que todos, con la excepción del inglés Aston, han jugado ya en las selecciones de sus países de origen y han sido nacionalizados a la mayor gloria del fútbol francés». O sea, que Zidane & Co. no son un fenómeno contemporáneo en ese fútbol. Nada nuevo bajo el Rey Sol, pues.
11.6.
Por fin pude dormir bien casi toda la noche. Casi ningún ruido alterando la paz nocturna, nada más el lejano fragor del tránsito como un bajo continuo que más bien parecía el suave ronquido de la ciudad dormida. (¡La pucha, me salió la Corín Tellado que todos llevamos dentro!)
Desayunando reflexiono que suele decirse que París es cara. Es decir muy poco. París no es tan sólo cara, París es obscena y dolo[ro]samente cara. París nos extorsiona a través de los precios de sus servicios. Es igual que una puta que se vende cara consciente de que estamos dispuestos a pagar su precio. Como imbéciles, porque entretanto la mitad del tiempo pasado en París lo pierde uno contempando hordas de turistas. Es como si pagaras por follar y te la pasaras viendo pornos. Merde alors!
Cruzamos el Bou Mich para pasar por la Rue de l’Hirondelle (¡qué hermosa la rayuela que pintó Lirio aquél 12.2.1994!), y vamos a la oficina postal del bulevar St. Germain para despachar las siete postales que escribí anoche antes de irme a dormir: Huelva, Torrenueva, Madrid, Alcalá de Henares, Guanajuato, Cartago la de Costa Rica y una séptima también para América Latina, pero dónde, mi memoria no es ya lo que nunca fue. Lo cierto es que aquí, como en las estaciones de Métro, también llegó la implantación totalitaria del automatismo. Una empleada me toma los siete envíos y programa en la máquina los franqueos correspondientes, invitándome después a pagarlos con la tarjeta de crédito. Lo hago y me salen siete estampillas para Europa y tres para Ultramar. Reclamo, con las siete tarjetas en la mano, y Madame pone mala cara y me pregunta que si no puedo usar otra vez esas tres estampillas supernumerarias. Le digo que lo siento y que, además, el error ha sido suyo, no mío. A la trágala, las recibe de vuelta y debe teclear un sinfín de pasos para el final tener que devolverme 2.31 €. Me cago en la remilputísimamadre de las máquinas automáticas francesas, o no. Todas son iguales, como antes se decía de las mujeres.
Caminamos por el bulevar hasta casi el final por el Oeste, hasta la Maison de l’Amerique Latine, donde queremos saludar a Anne. Es un trayecto largo, de manera que vamos haciendo pausas, una de ellas en la iglesia de St. Germain des Prés. Y otra en un banco muy cerca de mi tienda favorita en París, la de Alexandra Sojfer en el 218 del bulevar. Mientras hacemos el camino me he fijado en que el bus 63 circula por la acera opuesta en dirección a la Gare de Lyon y me digo que entonces lógicamente recorrerá todo el arco del bulevar, del Sena al Sena, como en el juego de la oca (y tiro porque me toca), y que podríamos tomarlo en la parada más cercana a la Maison para ir a almorzar en El Sur, donde Diny quiere volver a charlar con el dueño, en neerlandés. Al llegar a la Maison resulta que Anne no se encuentra, sólo vendrá a la tarde, así es que salimos en busca de la siguiente parada del 63, junto a la boca de Métro Solferino, y nos montamos en el primero que llega. Viene abarrotado y quienes subimos en esa parada contribuimos a configurar el efecto “lata de sardinas”. Pero Diny logra abrirse paso en el hacinamiento como un cuchillo en un bloque de mantequilla, hasta un asiento libre en las filas de atrás, y me hace señas desde allá para que vaya y me siente. Lo que pasa es que hay un tipo delante que me bloquea el pasillo y no me deja avanzar si no es a su propio ritmo, hasta el espacio que hay delante de la puerta de salida, y que a pesar de mi cortés petición de dejarme pasar (respaldada por el bastón que llevo y me acredita como semiinválido) no sólo no lo hace sino que en una parada entre Lipp y Odéon me impide el acceso al pasillo hacia la parte trasera del bus y además se mueve de una manera que parece como si tuviera el baile de San Vito. Pero al ver que de repente salta a la calle en el momento en que se va a cerrar la puerta de salida, me echo mano al bolsillo del pantalón tipo explorador donde guardo la cartera y siento la cremallera corrida y el bolsillo vacío, y salto yo también gritando «¡Eeeeeeeeeeeeh! Au voleur!», y el tipo no puede cruzar el bulevar a causa del tráfico y, sin volver la cara, extiende hacia atrás su brazo izquierdo de cuya mano le arrebato mi billetera y la abro sin quitarle el ojo de encima y veo que todavía siguen en ella los 600 € cash y las tarjetas de crédito, no le he dado tiempo ni siquiera a abrirla, y un momento después ya se ha perdido entre la gente camino de la rue de Rennes, mientras Diny aparece a mi lado, corriendo, preguntándose cómo y por qué abandoné de un salto el bus sin avisarle que esa era la parada en la que debíamos bajarnos; y el conductor del bus debe haberse dado cuenta de todo porque no cerró la puerta y nos deja subir sin preguntarnos por qué no lo hacemos por la puerta delantera y picando el billete. Nos sentamos en dos asientos que nos han dejado libres junto a la puerta de salida y una vez más miro mi cartera, la abro, cuento los billetes, repaso con la vista las tarjetas de crédito, y a los que no doy crédito es a mis ojos, me he salvado de que me robasen la cartera por segunda vez en menos de cuatro meses (el 23.2. me la robaron en Colonia). De repente le digo a Diny que nos bajemos del bus a tomar un aperitivo, y lo hacemos en la parada de Odéon y nos sentamos en una terraza y Diny pide un Kir Royal y yo un Ricard, y cuando veo la clase de champán que le infunden al Kir Royal ya sé que la cuenta va a ser salada, y lo es, y Diny dice que si lo llega a saber hubiese encargado un Kir menos monárquico, pero le contesto que yo sí lo sabía y que acabamos de salvar más de 600 € y tres tarjetas de crédito. Y como para creérmelo yo mismo, porque todavía no me lo creo, saco mi cartera y se la muestro, indemne en mi poder.
Le digo a Diny que al pasar he visto el León de Bruxelles y me acordé de cuánto le gustan los mejillones al curry, y ella me contesta que sí, que mejor que ir a El Sur, cuya carta es tan carnívoramente previsible. Volvemos pues en dirección Oeste hasta la rue de Seine, pero antes de entrar en el LdB le propongo que tratemos de ver si hay una mesa libre en La Palette, en la misma rue de Seine ya cerca del río, donde en enero 2008 comimos con Patrick y fue un lindo almuerzo. Pero no, La Palette está a tope, y además la carta no nos anuncia nada especial para hoy, así es que volvemos al bulevar y empujamos la puerta donde se lee BIENVENIDOS A BÉLGICA y enseguida nos atienden y nos dan una mesa con vistas a la calle y a una pareja enamorada que se come con los ojos mientras comen un mejillón tras otro. Diny pide el menú (croquetas de queso, mejillones al curry, crème brûlée), yo mejillones a la marinera, y encargo una botella de Sauvignon de Turena, que es de los más secos y acompañantes para este condumio. De todo lo cual resulta una comida excelentísima, comm’il faut. Y luego, al salir de este LdB, lo hacemos empujando del otro lado, pero no el de Guermantes, la puerta donde se lee: BUEN REGRESO A FRANCIA.
[¿Encontraría a Alejandra? Todavía estamos en el León de Bruxelles cuando una pareja –son dos mujeres (una mayor, muy otra joven)– entra y se sienta en una mesa junto al ventanal que da al bulevar, y les presto atención y oído, y sé sin sombra de duda que son colombianas. Y además tengo la absoluta convicción de que la joven es Alejandra, pero me faltan el coraje y el último % de seguridad para acercarme y preguntárselo derecho viejo. Una epifanía negativa, un momento cronopial desperdiciado. Y bueno, me digo, después de todo no soy un cronopio sino, si acaso, un esperanza. Uno paradójico, uno sin esperanzas].
Cuando regresamos al Esmeralda, me entrega Jorge un paquete que me dejó Julio, con un regalo por mi cumpleaños: una gorra de visera corta, tipo cachucha* (de golfo callejero madrileño), que me viene como yelito al güisqui. Ya he sido tocado, aunque no por la gracia divina, por el gorro cuartelero con borla y la gorra de plato, durante el servicio militar; por una txapela, por varias gorras de visera flexible y en un par de ocasiones por el cucurucho kukluxklaniano del capirote de penitente en la Semana Santa de Huelva (cuando muchacho). Me queda por tocarme con la gorra Príncipe Heinrich, que tan bien le caía a Gonzalo Rojas y espero que le siga cayendo a Álvaro Mutis; y con un sombrero. ¿Conservará La Nena en su altillo alguno de los de mi padre?
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* Le envié un anticipo de esta entrada de mi diario a varios amigos, y Gra me la comenta así desde Río Ceballos, en Córdoba/Argentina: «Hombre, lo de la cachucha francesa es todo un hallazgo. A la «cachucha» argentina la traen de fábrica las mujeres y las hay rubias, morenas, canosas, con poco pelo, hirsutas, pero si hubiera alguna con visera corta sería como pa exhibirla en un circo». Y yo le contesto: «Ya sé, ya sé, pero ¿qué querés, que a las conchas de las almejas las llame «valvas»?»______________________________
Haciendo tiempo antes de salir camino de la Gare du Nord, interesante charla en el vestíbulo del Esmeralda, con Jorge, acerca de cine. Resulta que es tan cinéfilo como yo. Nos recomendamos pelis mutuamente. Y recordamos, además, los huéspedes ilustres del hotel: Álvaro Mutis, Hugo Pratt, Ignacio de Loyola Brandão (y sólo más tarde, ya en el tren, me acuerdo de que Fernando me contó que Ernst Jünger se alojó una vez en el Esmeralda, pero sólo para una siesta, que no le cobró, porque quería estar descansado antes de acudir a un concierto en la iglesia de St. Julien le Pauvre, al final de la calle). En fin, poco después ponemos proa a la estación de Métro St. Michel y a la Garde du Nord. Y a las 17.58 en punto, nuestro tren parte de París rumbo a Colonia.
Al salir de Brussel Zuid/Bruxelles Midi, y antes de zambullirse el tren en la red de túneles que convierte el centro de la ciudad en un queso Emmental subterráneo, descubro que en la fachada trasera de un edificio, la fachada ciega de una casa del barrio de Marollen/Marolles, han pintado una araña gigantesca y, sin embargo, ¿cómo decirlo?, amable, casi doméstica. Bonsoir, Clotilde!, la saludo desde el tren.
Mientras el tren corre camino de la frontera alemana, traduzco este poema de Wolf Biermann incluido en la antología que cargo en mi morral: «Me senté una noche con nuevos amigos / ante un fuego de chimenea, en París. / Bebimos nuestro Beaujolais Nouveau / y cantamos «Le temps de cerises». / Me contaron de la Comuna / y del 68, París, Mayo. / Yo bebía mi vino y los oía / y pensaba en mi patria alemana yo. / Sí, pensé en Alemania aquella noche / y escarbaba en la ceniza. / Mas si alguien sostiene que lloré / no sabe ni la mitad de la misa».
A las 22.25, con diez minutos de retraso por una demora imprevista en Lieja, estamos de vuelta en Colonia.
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Weiß/Colonia, 12.6., primera hora del día
118 emails me estaban esperando en la estafeta, cuando la abrí al rato de regresar a casa. 118 de los que ya eliminé sin abrir una ⅓ parte, pero el resto son mensajes de felicitación por mis recién cumplidos 73 inviernos, y no me gusta responderlos con una circular. Tarea me mando.
Weiß/Colonia, 12.6.
Un día sin historia, excepto por unos espaguetis con mariscos en La Modicana, que gatearon sin rasguñarse por el filo de la navaja de la perfección. Un día, pues, dedicado casi íntegramente a despachar correspondencia. Pero, eso sí, también a disfrutar de algún regalo de cumpleaños «en verdad en verdad os digo» que impagable, como el de La Maguita. ¡Viva la Pepa!
Weiß/Colonia, 13.6. (1)
Visita mañanera de Henri acompañado de Montse (¿o será al revés?) para un desayuno copioso y demorado: hasta salmón ahumado irlandés ha traido la joven señora Ritter. Luego Diny tiene que acudir a una cita con el otorrino, Montse sale de paseo al Rhin con Henri, y al rato suena el teléfono y es Diny anunciando que se demorará en volver porque el otorrino le ha aconsejado que vaya al oculista (tiene el ojo derecho semianegado en sangre, desde París). Es recién en el momento de colgar el aparato cuando me doy cuenta del parpadeo en el contestador automático –casi escondido en la cimera del aparador–, y son 8 las llamadas archivadas en él. Todas del día 10, felicitándome: desde Asunción/Paraguay, con sus hijos, Ana Carmen; Montse, que no me llamó a París sino acá; dos veces Dieter desde Berlín; mi buena Porota desde el otro extremo de Colonia; mi hermano desde Neuss; Béa desde Bad Godesberg; y Constanza, desde Bogotá, agradeciéndome además el post que le he dedicado en mi blog de El Espectador.
Weiß/Colonia, 13.6. (2)
Un científico de la expedición inglesa a la Antártida en 1910, el Dr. George Murray Levick, dejó un testimonio escrito alucinante acerca del comportamiento sexual de los pingüinos machos de la especie Adélie, que se masturbaban, abusaban de sus propias crías, mantenían contactos homosexuales, violaban a cuanta pingüina joven se les ponía a tiro, y ni siquiera le hacían ascos al coito necrofílico. Pero la época no era propicia a publicaciones de esa índole, de manera que su manuscrito quedó cerrado bajo siete llaves en un archivo del que acaba de rescatarlo la revista especializada Polar Record. Lo curioso es que los científicos actuales le quitan hierro al asunto. Por ejemplo, al referirse al coito con un cadáver de pingüina, piensan que el pingüino habría sido inducido a error por la postura en que estaba la hembra, equivalente en todo a aquella con la cual señalizan las hembras vivas su disposición al apareamiento: tenderse boca abajo con las plumas pegadas al cuerpo y los ojos semicerrados. Dicho de otro modo, cuando las pingüinas quieren que el macho las pase por la piedra, se hacen las muertas. Parecen esposas victorianas inglesas.
Weiß/Colonia, 14.6.
Leo en la cuenta T de Ana María este tuit: «Una persona que no conozco, de un programa de radio que no oigo, me llama a las 6 a.m. para que yo le dé un teléfono que no tengo >(». Lo que me provoca una sonrisa porque hace media hora sonó el teléfono, acudí, descolgué y me salió la voz femenina robotizada de mi Servidor anunciándome un SMS donde se me comunicaba que no debía olvidarme de regar el jardín que no tengo, ni de hacer una serie de recados esotéricos, amén de despedirse con todo afecto y un beso. Me recordó el chiste del club de golf donde suena un celular y un clubista responde y la voz femenina al otro lado lo saluda con mucha prisa y le dice que está en la boutique Talytal y se le antojó comprarse un chal carísimo, que si lo puede hacer, y él le dice que sí, y ella se envalentona y le dice que también querría comprarse un nuevo par de zapatos en la zapatería Talycuál (la más cara del lugar), y en fin, siguen al menos siete compras más, a todo lo cual su interlocutor le contesta que sí, que puede hacerlo, y cuando ella se despide loca de contento y prometiéndole una noche de amor que no la olvidará mientras viva, el caballero desconecta y pregunta en voz alta: «¿Sabe alguien de quién es este celular?».
Weiß/Colonia, 15.6.
La semana antes de viajar a París estuvimos Rebeca y yo en el consulado español de Düsseldorf para renovar nuestros pasaportes. El martes llamé para saber si ya estaban listos, me dijeron que sí y pregunté si podría yo recoger también el de Rebeca; me contestan que puedo hacerlo si llevo un poder suyo, manuscrito. Rebeca me lo ha enviado por correo y lo he recibido hoy, y al abrir el sobre me he dicho que qué bien conozco yo a los míos, cómo sabía que se iba a alegrar de no tener que volver a cruzar el Rhin, y mucho menos para ir a Düsseldorf, que los colonienses odian tan cordialmente. Rebeca me manda pues el poder, con el pasaporte viejo, y este escueto billet doux: «Muchas gracias por ir a buscármelo en la Ciudad Prohibida». Ecco!
Weiß/Colonia, 16.6.
Hoy es Bloomsday. Vamos a ver si (y cómo) cumplo con el cronograma de la jornada.
Telémaco: Debo llamar a Chico y proponerle que pase las vacaciones en Breskens, se me ocurrió en el tranvía, leyendo el libro de Alfonso, cuando describe su llegada a la desembocadura del Escalda, camino de Amberes, en el carguero donde viajó con Corina desde Montreal, y me hizo recordar las vacaciones que pasamos allá hace ya más de treinta años.
Néstor: Repasando y corrigiendo el diario de viaje a París evoco al querido Néstor, sucesor de Fernando en la dirección del Esmeralda, y que luego volvió al Perú, para morir sin haber llegado a viejo.
Proteo: El informático persa a quien le dejo las cuatro tarjetas postales que poseo de Cortázar, para que me saque facsímiles que pueda enviarles a Aurora y Carles.
Calipso: Una chica de rara belleza, en el tranvía 9, yendo al centro, con las piernas enfundadas en pantimedias negras y ensimismada tomando su latte macchiato con la delectación con que se entregaría a una fellatio.
Lotófagos: Prefiero la sopa de pescado a los lotos, y la he comido hoy en el italiano de la planta sótano de Karstadt, regada por un buen tinto sardo.
Hades: Lectura de las esquelas fúnebres en el diario de hoy; ninguna remarcable.
Eolo: Este sábado debe ser su día de descanso.
Lestrigones: El camarero del italiano, al verme llegar, como me recuerda comiendo siempre con Julio, empieza a poner la mesa con dos cubiertos.
Escila y Caribdis: En la boletería de venta anticipada no logro decidirme por qué entradas comprar, si para una función de West Side Story u otra del ballet cubano Revolución; lo aplazo hasta el lunes.
Las rocas flotantes: La humanidad en el bus, en el tranvía, en las calles de Colonia.
Las sirenas: Rita y Angie, la brasileña y la haitiana, cuyos CD he estado oyendo mientras leía el diario durante el desayuno, y luego, despachando correo antes de irme al centro.
Polifemo: El faro delantero del tranvía de la línea 16 saliendo del túnel en la estación Neumarkt.
Nausicaa: Lejana, e inasequible.
Los bueyes del Sol: Hoy el sol brilla por su ausencia, y sus bueyes pastan nubes preñadas de un rocío que nos llueve.
Circe: La mamá empujando el cochecito de su bebé, embutida en una minifalda tan ceñida que le marca las costuras del brevísimo calzón y aporcina los ojos de los machos.
Eumeo: El conductor del autobús 131, que además da la casualidad de que es griego.
Ítaca: Weiß, adonde regreso tras de mi periplo por el proceloso mar de la ciudad.
Penélope: Diny, en casa, tejiendo y destejiendo el día a día.
¿Satisfecho con mi tarea, compadre Joyce?
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