Leo hoy en El País un artículo en que Sergio Ramírez, ex vicepresidente de Nicaragua, ofrece su impresión de la repentina caída del presidente paraguayo, Fernando Lugo, que muchos califican de un golpe de Estado en toda regla. Ramírez ofrece una panorámica de la historia reciente del Paraguay para explicar por qué la democracia ha fracasado en Paraguay: es la larga sombra del doctor Francia, dice, en alusión al doctor José Gaspar Rodríguez de Francia y Velasco, dictador que gobernó el país entre 1814 a 1840. Le siguieron su hijo y su nieto y, tras una época convulsa, en el siglo XX se estableció durante décadas el Partido Colorado, en régimen de partido único de fato. Ese era el orden de cosas cuando el ex obispo Fernando Lugo ofreció por fin una esperanza de cambio al pueblo paraguayo.
Sin embargo, este relato histórico adolece de una laguna inmensa: no menciona siquiera la Guerra de la Triple Alianza, esa que, en cinco mortíferos años (1865-70), diezmó a la población paraguaya y acabó con el gobierno más progresista de la región. Así que recurro, para arrojar un poco de luz, al ensayo mejor escrito sobre el continente hasta la fecha: Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano (pág. 244 en la edición de Siglo XXI).
Francia, deficiencias democráticas aparte, dejó en 1840 un país autónomo del exterior, “sin grandes fortunas ni oligarquías, sin mendigos ni ladrones”. En 1865, cuando comenzó la guerra, Paraguay era el país más próspero de la región, tenía telégrafo y ferrocarril, una balanza comercial en superávit, una moneda fuerte, no debía nada a nadie e incluso podía permitirse un potente Ejército. Y lo más increíble de todo: el 98% del territorio era de propiedad pública, y “el Estado cedía a los campesinos la explotación de las parcelas a cambio de la obligación de poblarlos y cultivarlos”. ¿Un país latinoamericano sin deudas con el Norte y sin terratenientes? No podía durar mucho.
Reino Unido se inquietó por las políticas proteccionistas del Paraguay y prestó ingentes sumas de dinero a Brasil, Argentina y Uruguay para que emprendieran una guerra que Galeano tilda “de exterminio”. Y cierto que lo fue a la luz de las cifras: cinco años después, sobrevivía apenas una sexta parte de la población, 250.000 paraguayos. Los varones prácticamente se habían extinguido. Los prisioneros que no fueron ejecutados fueron utilizados como mano de obra en los prósperos cafetales paulistas. Colocaron gobiernos títeres que se endeudaron por cantidades millonarias pero nunca consiguieron resucitar la industria nacional.
Cuando Galeano escribió su ensayo hace cuarenta años, contaba que el 1,5% de los propietarios acumula el 90% de las tierras, y que Paraguay se había convertido en el “emporio del contrabando en la cuenca de la Plata y reino de la corrupción institucional”. Desde entonces, no han cambiado mucho las cosas. Cuando visité Paraguay hace un año sabía poco de su historia, pero se intuía en las calles de Asunción y Ciudad del Este un pueblo arruinado -despojado- que carga sobre sus espaldas, más que en ningún otro lugar que yo haya conocido, el peso de su historia. Una historia olvidada, porque los vencedores que la reescribieron hablaron de gobernantes corruptos, que los hubo, pero olvidaron el complot asesino de sus ahora socios del Mercosur, que se repartieron tras el exterminio los restos que habían quedado y diezmaron, también, el territorio paraguayo. Tampoco nos cuentan que fueron los bancos ingleses quienes financiaron una guerra fratricida tras la que los socios de la Triple Alianza quedaron, también, atrapados en el círculo vicioso y tramposo de la deuda externa.
Si los pueblos latinoamericanos no hubiesen olvidado su historia, tal vez hubieran entendido por qué fue fratricida aquella guerra, y hubiesen aprendido que, juntos, a estas alturas habrían alcanzado de veras su independencia. Pero títeres corruptos nunca faltan, y muchos países de América Latina siguen enzarzados en esos círculos viciosos que siempre acaban en golpes a la soberanía popular perpetrados por intereses espurios y lejanos.