Una vez que su taller se había convertido en el escenario final del cuadro, comenzó a reparar que el único ser vivo que había compartido con él la casa, mientras pintaba, había sido el canario libre de Santiago. Y no es que el avecica le diera opiniones diarias sobre lo que iba pintando, pero sí empezó a presentir que su canarillo querido estaba reclamando su lugar en el autorretrato.
El lugar favorito de Pipi –el canario libre de Santiago- era el quicio superior del armario chino, que dominaba uno de los testeros del cuarto. No tuvo más que abrirle la puerta de su jaula, para que el pajarico se instalase en su observatorio atalaya. Su color amarillo intenso devolvía el protagonismo a aquel color perdido en el cambio de fondo del cuadro.
Realizó el estudio del pajarillo en el mismo óleo con que habría de ser pintado. Bocetar con óleo es un placer, pues se pierde el terror escénico del pintor en el escenario definitivo del cuadro. Quedó convencido de inmediato: el canario se quedaba. No sólo cubriría sus espaldas, sino que vigilaría a cualquiera que se detuviese a mirar este desnudo de carnes tan malvas. ¿Estaría -sin saberlo- pintando un cadáver, en vez de un cuerpo vivo?