Lo veo ahí agachado, echándole un último vistazo a los papeles que debe romper, separando a un lado los que conservar. El mapa técnico del Líbano ya no ocupa la mayor parte de la pared, se han descolgado las fotografías que quedaban, sobre el salón desordenado parece haber pasado un huracán. En bolsas de plástico negras hemos metido la ropa usada que alguien va a llevar a los refugiados instalados en el norte del país.
La música de Los Planetas siempre me ha parecido triste, hoy me lo parece mucho más mientras la escucho sonar de fondo. La noche es agradable, desde el balcón de nuestra “Little Spain” atisbo entre las casas que descienden en cascada por la colina de Achrafieh los barcos iluminados en el Mediterráneo. La gente sube y baja por la calle, su aspecto se ha vuelto más empobrecido en estos meses, el Beirut de vírgenes y cucarachas se asemeja a una viuda sin recursos que a duras penas logra llegar a fin de mes.
Ella, preciosa con su pelo corto, nos mira reposada, serena desde el sofá. Siempre con su eterna sonrisa en la cara. Inevitablemente me acuerdo de todos los que ya se han ido, de los que echo de menos, de aquellos para los que esta ciudad no ha sido más que un breve capítulo en sus vidas mientras reconozco, no sin cierto temor, que un Beirut descarado enlaza párrafo tras párrafo en mi propia historia como una sinfonía inacabada deslizándose a través del infinito.
Las visitas de última hora comienzan a presentarse. Vaciar una casa vieja se me antoja casi tan terrible como vaciarse a uno mismo ante un tribunal de seres humanos implacables. A veces siento que no he dedicado el suficiente tiempo a conocer a las personas, que esta es una ciudad hostil y extraña de la que todo el mundo piensa marcharse pronto, en la que nadie termina de confiar, un lugar de paso, con personas de paso intentando que todo suceda cuanto antes para alcanzar el ansiado punto y final que catapulte al Líbano a un mero apunte a pie de página.
Pero para mí ya no puede ser así. Ya tampoco lo deseo. A pesar de mi poca fe y de todas las carencias personales que me alejan de este país he hecho míos los caminos libaneses recorridos, me postraría ante ellos por todo lo que me han dado; la tierra pedregosa y ardiente de la Bekaa con su valle manso, milenario, mecido entre las montañas podría calmar mi sed de eternidad. Aquí he construido algo que, sea lo que sea, de forma caótica y misteriosa, ha logrado funcionar como si Beirut, después de los años, hubiera empezado a reflejarse sobre mí.
En el diminuto Líbano que da vueltas entre un sinfín de mundos posibles sin entregarles nunca su fidelidad por completo todo parece posible, todo llega a ser perdonable, los abismos no son lo suficientemente hondos ni las alegrías demasiado duraderas…Por eso agradezco las sonrisas sin motivo, las conversaciones que se prolongan hasta la madrugada, las palabras y momentos de esos extraños que un día confiaron en mí.