De entre todas las confesiones que he escuchado sobre Beirut quizás la que más me ha llegado, la que mejor he entendido, es la de un viejo conocido que una vez afirmó que en esta ciudad era incapaz de sentir. Nosotros caminamos a prisa, saltando a oscuras sobre los charcos, intentando escapar de la tormenta. Beirut está desierto un lunes de madrugada, los últimos noctámbulos recorren Gemmaizeh de arriba a abajo buscando un sitio que los aleje de la obligación de regresar a esas casas frías y desangeladas. Hemos cenado bien, con vodka, en un pequeño restaurante al que han puesto su mejor atuendo francés para atraer a la cada vez más escasa clientela.
En los últimos años nos hemos encontrado en muchas ocasiones, ahora ya pide los shots de cuatro en cuatro con el fin de ahorrarle un poco de trabajo al camarero y obviar directamente esa meliflua conversación que no nos interesa a ninguno de los dos. Lo escucho rememorar esos vertiginosos momentos en los que uno abandona España y aterriza en un lugar donde hasta el sonido de las pisadas sobre la calle resuena diferente, un lugar en el que la idea de que cada día va a ser siempre igual ya no pende como una soga sobre la cabeza, dónde la libertad de esos primeros instantes se asemeja a la de un niño que sin saber muy bien que pensar del mar sólo desea atravesarlo. “Hombre libre –escribía Baudelaire- amarás el mar”, y amarás el fascinante recuerdo de una piel extraña, tan caliente y acogedora como un fuego en invierno, no olvidarás un cuerpo ajeno al que abrazaste solo una noche, una única noche… Hombre libre, ¿amas todavía algo…?
Siento su incapacidad para volver a sentirse así y, lo que es peor, siento la indiferencia que genera la propia incapacidad de sentir. Hasta tal punto que ya nada importa… Y viene entonces a mi cabeza ese inmenso librito de Rilke, sus Cartas a un joven poeta, en las que aconseja a su joven discípulo que cualquier impresión, cualquier sentimiento, madure por completo en sí mismo, “en la oscuridad, en lo indecible, inconsciente e inaccesible al propio entendimiento, hasta quedar perfectamente acabado, esperando con paciencia y profunda humildad la hora del alumbramiento”. La hora en la que nazca una nueva claridad.
Y me gustaría pedirle a él, pedirme a mí, que dejásemos de contar, de hacer cálculos sobre donde deberíamos estar, de dividir el tiempo en ciudades, meses y años, que dejásemos de apresurarnos como si pudiéramos apremiar algo y permanecer, como Rilke, seguros y confiados bajo las tormentas de la primavera, “sin temor a que tras ella tal vez nunca pueda llegar otro verano. Porque, a pesar de todo, el verano llega. Pero sólo para quienes sepan tener paciencia y vivir con un ánimo tan tranquilo y sereno como si ante ellos se extendiera la eternidad”.
Permitamos que este Beirut mediocre se entristezca y se quede agarrotado como un árbol sin hojas, seamos los espectadores silenciosos del decepcionante espectáculo producido, probablemente, por nuestro propio cansancio y fracaso. No intentemos adoptar posturas nobles ni triunfales, no somos héroes, no somos elegidos, sólo supervivientes destrozados flotando en el último islote del desengaño. Y tal vez, un día… Tal vez un día redescubramos que una nueva mirada es posible.