O sí. No hay nada como afirmar algo rotundamente para que pierda sentido. O como negarlo. Cifro en 100 años este invierno de soles mediáticos y la verdad es que me quedo corto.
Es obsesión. Últimamente. Se ha convertido en una obsesión mirar hacia atrás para buscar en la historia los errores del presente, Y no es así la cosa. En todo caso, si de hurgar se tratara, sería para buscar la línea continua nevada que nos trae hasta aquí.
La que lleva a Idle No More a nacer en Canadá para recordar a un país extractivista, destructor, de una doble moral incorruptible, que hay en su seno pueblos originarios y que están vivos, y que respiran a pesar de ser un estorbo. Los veo protestar con metro y medio de nieve, los veo alborotar el avispero manso en el que los mal llamados países desarrollados se lamen las heridas de la opulencia.
Será esa línea la que pone a los Mapuche, muy al sur de Canadá, allá donde Canadá extrae y se lucra, en la primera línea de fuego, ese que derrite la historia de saqueo de terratenientes con apellidos caucásicos, ese que puede hacer quemarse al inepto Piñera aunque en el camino haga grandes negocios y deje más anémico aún a ese Chile-laboratorio de las peores prácticas, de la peor forma de abrir brechas entre los seres humanos y sus necesidades.
“No hay invierno que dure 100 años”, me repito para convencerme. Y no me creo. Porque releo El Siglo de las Luces y vuelven a sangrarme las heridas del invierno caribeño y del colonialismo ramplón que sigue dominando Haití, Puerto Rico, Santo Domingo o Martinica. Pobre Carpentier y pobre yo que me hundo una vez más en las sombras de sus imposibles descripciones de un mundo tan presente que es pasado. No es justo que tras el exterminio se instale el olvido, la rapiña, la fiesta de unos tiburones con chaqueta que dicen representar al bien solo por el estúpido hecho de que no llevan un cinturón explosivo a la vista. Llevo días tratando de terminar los perfiles de los miembros del Consejo Asesor del presidente de Haití, en el que acaba de ingresar José María Aznar, y las arcadas no me permiten escribir, me hielan los dedos y cortocircuitan este teclado cansado de denunciar, de gritar para que nadie escuche.
No debería haber inviernos tan largos. Pero así es la cosa. Emiliano Zapata se levantaría de la tumba asesinada sólo para volver a pegar un par de tiros y chingar así a los pocamadres que lo mandaron matar y que siguen en el poder. La historia es una línea continua nevada y las huellas que dejamos los humanos en nuestro corto devenir son indelebles. Esta nieve está licuada en sangre y es en ella en la que se hacen los grandes negocios. Los de verdad: 50.000 hectáreas en Argentina para plantar soja, un buen bloque petrolero que vaciar en el Pacífico colombiano, una renovación de una concesión espuria para que Telefónica se siga forrando en Perú a cambio de una tarifa para pobres que, pasado el invierno, seguirá siendo tarifa.
Quiero dejar firmado que No hay invierno que dure 100 años pero, al intentarlo, me doy cuenta de que el viento sopla hasta rebasar el límite de velocidad de las autopistas, que los cristales helados del agua nieve agazapada en otoño rompen contra un suelo esquilmado hasta el cansancio, que la temperatura ha bajado para que el ron que me alimenta no precise de cubitos para salir a flote. Este atroz invierno es interminable. Esta abominable historia sigue creciendo a lo ancho porque, ya, a lo largo, no tiene por dónde prosperar. Ni hay fin del invierno ni hay fin de la historia. Y hoy, un 22 de enero cualquiera, ninguna de las dos evidencias se me antojan necesarias.