Anoche cené con Dios. Dios, con su pasaporte de barras y estrellas y su camisa casi desabrochada hasta los pelos del pubis, desembarcó un buen día en las orillas del Líbano descendiendo directamente del barco de los vencedores. Como otros muchos, como yo, creyó que el Líbano –15 años de guerra civil, asesinatos, amoríos, intrigas, bombazos, corrupción y un Mr. Hariri a la altura de la mejor Angela Channing- era poco menos que la antesala al paraíso, el inicio de una fulgurante carrera bien como periodista de raza, palabra solo al alcance de un gran imbécil, macho o macha de guerra, ama de casa de alto standing, diva oriental, trastornado de lujo o espía ventrílocuo.
Pero las semanas se van desvaneciendo, los meses se descuelgan del calendario y un buen día te descubres sorbiendo de la taza de café, leyendo con la mayor de las indiferencias que a menos de 90 km de ti, en el mismo país, en otro mundo, la gente se está matando de verdad en honor de cualquier baratija que otorgue cierto sentido a este circo mientras a ti te importa tres cojones. Y si antes te permitías el lujo de criticar a los libaneses por mirar hacia otro lado, por elegir continuar con sus mediocres vidas, pero vidas al fin y al cabo, ahora piensas que todo está bien… Los muertos y los que desean no morir, la algarabía, la violencia, las sonrisas generosas, el desparpajo de los ladrones, el sol abrasador quemando la misma piel, el Mediterráneo aún vivo estancado como las aguas de un sumidero, los fragmentos locales de un mundo que no precisa de ese arrogante intérprete extranjero en busca de una historia que hilvane el terror dándole aspecto de coherencia. Sí, todo está bien…
Pero Dios se siente cabreado, él no quiere ser uno más, no soporta la idea de convertirse en otro de esos perdedores que clavan sus uñas en el mástil intentando a la desesperada no hundirse con el resto del barco.
El camarero en prácticas se alegra al saber que somos españoles, como si los españoles no fuésemos capaces en un momento dado de robar y acuchillar al más desgraciado…, nos cuenta que el Real Madrid es su equipo favorito, nombra a los jugadores, conoce los marcadores, ha logrado incluso arrancarle una sonrisa al malhumorado Dios. Recomienda un postre típico en forma de crepe, se siente agradecido porque Dios, más alto, más blanco, menos árabe, ha reservado una sonrisa para él.
Es ya de madrugada. El local, abierto 24 horas, se llena de clientes felices porque en las fotos de facebook podrían pasar hasta por atractivos. Relajados, tranquilos, toda su imaginación, toda su riqueza, su universo entero se contendría en un mensaje de móvil, en una bufonada de no más de 200 caracteres lanzada a la red. Mi acompañante mastica su postre típico libanés hasta que se le tuerce el gesto, el asco nubla su mirada, se lleva la mano a la boca y extrae un trozo de algo muy parecido a una tirita. Escupe, saca su ira divina a relucir, llama al encargado quien asegura con media sonrisa que la situación es imperdonable y que el primer sirio de turno pagará por ello. Dios sigue pegando voces, alecciona a cualquiera que pasa por allí sobre lo admisible y no admisible en una cocina, su rostro crispado no consigue descansar. El chico en prácticas se acerca entonces y queriendo mostrar cierta camaradería dice: “Shit happens”.
A veces, efectivamente, la mierda ocurre pero el show debe continuar.