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Mientras tantoLa directora a la que (algunos) amaban odiar (II)

La directora a la que (algunos) amaban odiar (II)


 

Agrippina

 

La ópera se debe a renacimientos constantes, a hechos tan puntuales y tan especiales como cotidianos. Como que el 17 de diciembre de 2012 Agrippina, quizás la primera obra maestra de Händel en el mundo operístico (estrenada en 1709 y guardada en un cajón hasta antesdeayer, como quien dice), volvió a nacer en Oviedo gracias al bajo continuo de los hermanos Zapico (para muestra, sus 4 estaciones), y a la dirección del maestro Benjamin Bayl, pero, sobre todo, gracias a la mano de Mariame Clément al poner ese monumento de cuatro horas y media en escena. Por obrar el milagro de la constante muerte y resurrección de la ópera.

 

El proyecto se había aprobado muchos meses atrás, pero hasta que no se estrenó en Gante, semanas antes, nadie en Oviedo sabía a lo que se iba a enfrentar. «Se les ha ido de las manos», dijo alguien durante el periodo de ensayos, con una mezcla de nerviosismo y entusiasmo.

 

Mariame Clément ha decidido, como ya quedó dicho en la entrada anterior, que la ópera tiene que seguir siendo algo relevante para el público de hoy en día. Algo que le mueva, que le diga algo, ¡una historia comprensible! La ópera no puede ser solo una consecución de arias y de músicas que, tal y como escribió Stefan Zweig sobre el Mesías del propio Händel, nos acercan bastante a Dios. No una serie de pulsaciones intelectuales, de teclas armónicas, sino un festival que sorprenda por igual al lego y al docto en el asunto.

 

El meollo radicaba en una decisión sencilla, clara: Vincenzo Grimani, el libretista, no era más que un escritor de telenovelas. Y por eso la mejor, la más clara de las maneras de contar las intrigas que llevaron a Nerón al trono era optar por el lenguaje visual de Dallas y de Dinastía, pero con un regalo final, una sutileza, más allá de la frivolidad aparente, que solo se revela en los últimos compases: que todo era una farsa, que todo era un guión que se desarma con la escenografía y que obliga al personal técnico a salir a saludar. Ellos, lo que ocurría entre bastidores, también eran parte de las múltiples capas que se desplegaban en la propuesta de Clément. Todo era delicioso, nada era evidente. Salvo una cosa:

 

–Mira –le decía, convencida, una espectadora del estreno cubierta de pieles a su acompañante– yo esto, con ellos vestidos de romanos, no lo aguanto.

 

Otros se habían calzado para la ocasión, con tacones gruesos, y ovetenses, y huecos, para propinarle a Clément un pateo de órdago (sinónimo de abucheo, aquí) en su tercer estreno asturiano. Otros, menos puntillosos, se habían limitado a reservar mesa para cenar quince minutos después del primero de los dos intermedios en algún restaurante próximo, conscientes de que aquello no estaba hecho para su paladar. Un crítico fue sorprendido tomando vinos durante el segundo acto, justo cuando un padre sacaba escandalizado a su hija de la sala, al toparse a Ottone en calzoncillos y a Poppea en camisón.

 

Y llegó el domingo y desde el escenario solo se oyeron aplausos. Ninguno de los que estaba allí encaramado escuchó un abucheo (aunque los hubo), y el grito, ese grito que sigue al estreno a telón bajado, superó con creces a la gresca.

 

–Yo ya no entiendo nada –me dijo Clément al terminar–: si hago esto en Alemania, me dicen que soy conservadora. Si lo hago aquí, que voy de rompedora.

 

Lo cierto es que no se había tocado ni una coma del libreto; y todo quedaba explicado en román paladino a quien no hubiera tenido la paciencia de leerse el libreto antes. Lo cierto es que el magistral tempo de Händel, esa cadencia efectivamente divina que hace olvidar el mundanal ruido, se deslizaba entre las butacas, quedaba revestida de una nueva vida e investida de la mayor de las bellezas gracias a un sutil juego de pelucas, barrigas falsas y grotescas bromas.

 

Un crítico y poeta local (otro, conste), José Luis García Martín, escribió días más tarde:

 

Ganas me dan de organizar una asociación de damnificados por la función de anoche. Yo apenas pude dormir, tuve pesadillas, me levanté con dolor de cabeza. Catarina Valdés tampoco se encuentra bien, Esther García promete no volver a repetir, Rodrigo Olay dice que pasó las peores horas de su vida. Coincidimos en Avilés, donde Marian Suárez nos ha invitado a leer poemas en la iglesia de Sabugo. Allí charlo con otras víctimas. Unos amigos me repiten la frase «los matrimonios decentes sólo duermen juntos en el palco de la ópera», y añaden: «Pues nosotros estuvimos a punto de vomitar juntos». Luego cada uno va contando el mayor disparate que recuerda y acabamos riéndonos a carcajadas. ¡Cuántos sacrificios hay que hacer para que no le tomen a uno por anticuado y provinciano! Pero no todos los aficionados son tan masoquistas y acomplejados como piensan los programadores: casi la mitad abandonó la función. Yo resumo mi experiencia en una advertencia que convendría grabar a la entrada de cualquier teatro:


«Mariame Clément. Mariame Clément. Recuerde ese nombre. Y huya de inmediato en cuanto lo vuelva a escuchar».


No conozco al resto de perjudicados, ni la iglesia de Sabugo, pero la cosa, tenía pinta de ser grave. Repasé las notas mentales, revisé incluso el medio metro que me separaba del suelo cuando salí del teatro, flotando de altura moral y paz. Y vi que todo era real, conque, apenas dos semanas más tarde, un mediodía de Nochebuena, decidí que la única opción posible era llegarse a París y ver cómo ocurría Hänsel und Gretel, su siguiente proyecto tras las Nozze di Figaro en Dortmund. Si Mariame Clément era una impostora, como afirmaba García Martín, iba a descubrir el porqué; pero, sobre todo, y lo que sería aún más importante para alguien que quiere dedicarse a esto: el cómo.

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