Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoDe mayor quiero ser Buffalo Bill

De mayor quiero ser Buffalo Bill


 

Podía parecer algo tan ridículo que la gente fue armada al teatro con plátanos, para lanzarlos al escenario al acabar la función del estreno. Así lo contaba, al menos, el incisivo autor del blog Intermezzo en el año 2007, al hilo de una puesta en escena de Rigoletto en Münich: Doris Dörrie había decidido colocar la acción en El planeta de los simios, con prácticamente todo el reparto caracterizado como si fueran monos. Terreno abonado para un escándalo que, al final, siempre según el autor, resultó funcionar «en algunos niveles».

 

Si un director de escena entra por la puerta de un teatro y suelta, a bocajarro, que pretende hacer semejante espectáculo pueden ocurrir dos cosas: la primera, que le enseñen la salida sin mediar palabra; la segunda, que el director artístico del teatro cierre los ojos, cruce los dedos, escuche y decida jugársela. Pero jugársela mucho. Otra opción (aunque harto improbable) es que antes incluso de conocer los derroteros del proyecto el nombre del director pese por encima de todas las cosas, y se le dé carta blanca para hacer lo que estime oportuno con la obra.

 

Este podría ser el caso de Calixto Bieito, uno de los más reputados directores de escena, al que la English National Opera permitió, por ejemplo, cortar los diálogos de Carmen para su propuesta; o que en su Der Freischütz para la Komische Oper de Berlín cambió el idílico final por una sangrienta escena en la que muere hasta el apuntador, sin que en el libreto o la música haya un solo elemento que apunte en esa dirección.

 

Bieito se ha ganado una reputación, como digo, que le hace sospechoso de muchas cosas, pero entre las cuales no se cuenta tomar las decisiones a la ligera. Cuando alguien decide entrar con semejante contundencia en una obra, lo mínimo que le exige el público es que la historia se sostenga desde que se levanta el telón hasta que vuelve a caer. Claro que si te están tirando plátanos a la cara, o llamando al loquero para que te desaloje del despacho del director del teatro, esto se puede convertir en algo más complicado.

 

El canadiense Robert Carsen, uno de los directores de escena más solicitados del panorama operístico y que cuenta en su haber con una ristra de producciones inabarcable, concedió en 2006 una entrevista a su paso por España con Dialogues de carmelites, de Francis Poulenc, en la que hablaba de este asunto, de la dificultad de ganarse el silencio y atención del público durante la función:

 

Los inicios de la carrera de un director de escena son muy difíciles. Un cantante puede presentarse a una audición, un escenógrafo puede mostrar sus diseños, pero nosotros ¿qué podemos enseñar? Nada. Si alguien esta dirigiendo un teatro de ópera y aparece un joven director que intenta convencerle de que le ofrezca una oportunidad, el director tendrá que ser muy cauto al respecto porque una producción de ópera es siempre cara y el riesgo de que sea un fracaso es más probable que un éxito. Yo durante nueve años luché para conseguir una producción en un teatro de renombre y estuve a punto de abandonar el intento ya que nadie me ofrecía nada. Las cosas cambiaron en 1986 cuando el director de la ópera de Ginebra, Hugues Gall , me llamó y me dijo que quería asistir a una representación dirigida por mí. Le invité a que presenciara La Finta Giardiniera, de Mozart, que yo entonces dirigía en el desaparecido Camden Festival de Londres. A Hugues le gustó y me ofreció una representación en su teatro. Yo le sugerí el Mefistofele de Boito ya que es una ópera muy poco conocida y así el riesgo sería menor si fracasaba. Le extrañó mi elección porque casualmente Samuel Ramey se la había propuesto también. Me desplacé a Nueva York, visité a Ramey y todo fue adelante. Hugues me sugirió como escenográfos del espectáculo a Ezzio Frigerio o a Richard Peduzzi. Me entrevisté con ambos, pero después me hice la siguiente composición de lugar: si la representación es un éxito, el éxito va ser suyo; si es un fracaso, mío. De manera que sugerí a Hugues un escenográfo, Michel Levine, que era tan desconocido como yo y que desde entonces ha sido mi principal colaborador. Afortunadamente la representación fue un éxito. Es una bonita historia, ¿verdad?

 

Desde entonces, Carsen se ha batido el cobre con todo lo que se le ha puesto por delante, en general con bastante fortuna: tiene un Anillo del Nibelungo que ahora puede verse en Liceu de Barcelona; tiene Händel (para muestra, un espléndido Rinaldo para Glyndebourne); tiene Janacek; tiene Poulenc…

 

Sin embargo, la primera vez que vi un Carsen estaba cumpliendo cuatro años y me trajeron una tarta, con sus velas, al asiento que ocupaba. La primera vez que vi un Carsen no fue en un teatro de ópera: fue en Disneyland París, que acababa de abrir, donde un joven aunque consagrado director –fue en el año 1992– había recibido el encargo de dirigir el espectáculo estrella sobre el héroe americano.

 

Semejante decisión puede sonar hoy a excentricidad, a un motivo de peso para recelar de su profundidad a la hora de encarar una ópera, pero el hecho es que quien haya visto aquel espectáculo lo recordará como algo de gran calidad, algo impactante: y ¿por qué no iba a serlo? ¿Por qué prejuzgarlo, temerlo, evitarlo? ¿Por qué no ser Dörrie y atreverse con los monos; ser Bieito y calzar en Fidelio, de Beethoven, al Joker de Christopher Nolan para Batman? ¿Por qué no ser Mariame Clément y, como veíamos en las dos entradas anteriores, arrojar Agrippina a los brazos de Dallas y Dinastía? Quizás haya buenos motivos para echar por tierra estas decisiones, pero lo más probable es que haya muchos más para verlos, degustarlos y asumirlos. Y luego, quizás, disentir.

 

Así, salvo contadísimas (y harto conservadoras) excepciones, el currículum de cualquier director de escena de ópera estimulante, valiente y digno de recordar tiene una apariencia cuando menos estrambótica sobre el papel. Por aquello que decía Carsen: no hay nada que enseñar, de mano. No hay justificaciones que no sean extensísimas y muy complicadas de verbalizar para convencer a un director artístico de que ponga cientos de miles de euros –si no millones– encima de la mesa para cuajar una idea: «Mi trabajo», me dijo un director en privado, «no es hablar. Que hable el escenario».

 

Las decisiones a toro pasado, con una trayectoria hecha y consolidada, se hacen mucho más fáciles, pero ¿quién se atrevería a poner un Verdi, un Britten, un Händel, en manos de alguien que acaba de salir por la puerta de Disneyland París? ¿Un loco, un inconsciente, un excéntrico? ¿O simplemente un productor con las orejas abiertas? Un teatro, un festival o una temporada –no digamos ya una carrera– no se mantienen a base de excentricidades ni de locuras: solo de buenas ideas. O al menos, de ideas que se sostengan en la noche del estreno. Lluevan los plátanos que lluevan.

Más del autor

-publicidad-spot_img