Al contrario de lo que decía Alfonso Armada en este artículo, yo sí lo fui, o lo soy, o lo creo ser, o, simplemente, quiero serlo o quiero creer que lo soy. Me pasa sobre todo sobre todo cuando escucho el Qualcuno era comunista, de Giorgio Gaber, un largo y magnífico monólogo que os aconsejo que veáis enterito. El final es lo mejor. O lo peor, según se mire. Yo necesito verlo de vez en cuando. Quizás porque pertenezco a la generación que echó de menos a la URSS, ésa que, como dice Gaber, «andava piano, ma lontano”, nada más caer. Es posible que sólo porque significó que el número de países y las respectivas capitales que había que aprenderse de memoria en el colegio se multiplicó. ¡Ya es mala suerte! También porque nuestros atlas y nuestras bolas del mundo se quedaron anticuados casi nada más comprarse. ¡Qué faena! Ahí sigue el globo terráqueo con la inscripción “Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas” sobre una gran mancha amarilla, desde Polonia hasta Japón, desde el Polo Norte hasta Afganistán. ¿Y la canción de “Polanski y el ardor”? ¿Qué haría usted en un ataque preventivo de la URSS? ¡Nos reíamos tanto con ella! O con esas películas de espías en las que el ruso era el más feo, el más malo, el más siniestro. Aunque a mí siempre me gustó más la inscripción a la rusa: “CCCP”. Ya no se ven las camisetas con esas siglas. Hubo un tiempo en que estuvieron muy de moda, pero yo nunca me compré una. Ahora no descarto hacerlo. ¿Se acordará alguien de lo que significa? Yo creo que ni siquiera los niños a los que se les cayó el imperio en medio de la EGB. Es una pena.
¡Cómo echamos de menos a la URSS!
Vamos a dejar de frivolizar. Pero no por ello vamos a ser políticamente correctos. No, no voy a hablar ni de los gulags, ni de las purgas, ni de Stalin. Porque no aportaría nada. Y porque respecto a esto hay un amplio consenso del que yo también participo.
La URSS fue una promesa. Lo dice Gaber. Yo, como promesa, o, mejor, como sueño, la defiendo. Como el periodista John Reed, el único americano enterrado a los pies del Kremlin, al ladito de la tumba de Lenin. Siempre le tendré envidia. ¿Sería posible escribir hoy un Diez días que estremecieron al mundo? Y siempre me quedará una duda por resolver: ¿De qué lado se hubiera puesto cuando estalló la guerra entre Stalin y Trotsky? Aunque es hacer historia ficción, siempre he querido creer que con Trotsky todo hubiera sido diferente. La historia de la humanidad hubiera sido distinta y mejor.
Dicho esto, siempre he tenido la impresión (o alguien me convenció de esto y esta idea ha pasado a formar parte de mí), la URSS fue más beneficiosa para la gente del bloque capitalista que para la del socialista. El miedo a la posibilidad de una revolución bolchevique contribuyó en gran medida a que en Occidente acumuláramos un buen número de avances sociales. La promesa de la URSS a los proletarios del mundo provocó una acción defensiva en los Gobiernos de Occidente que finalmente se avinieron a firmar un contrato social para ilusionar a los trabajadores con aspiraciones pequeñoburguesas. Del mismo modo, la crisis de los países del otro lado del Muro de Berlín, su colapso y su desaparición provocó, o alimentó, el inicio de la regresión social en el mundo capitalista. Por eso deberíamos añorar nosotros, los occidentales, ese modelo social y económico: fue el que permitió que tras haber conseguido los derechos políticos y civiles se nos reconocieran los derechos sociales y económicos con el Estado del Bienestar. Teniendo una URSS enfrente como la de los años treinta, cuarenta, cincuenta o incluso la de los sesenta, los dirigentes de la Unión Europea no se hubieran atrevido a meter tanta tijera como están metiendo en los presupuestos de los Estados.
¿Se justifica, o no, este arranque nostálgico?
Pero, sin duda, poco a poco, entre esos años cuarenta y los sesenta, incluso los setenta, la vida en Occidente iba pasando rápidamente a un brillante technicolor, mientras que la soviética volvía al blanco y negro de las películas de Eisenstein. Lo malo es que ese blanco y negro era culpa de los mismos a los que ese cineasta apoyaba con sus películas. El bloque capitalista terminó estallando de éxito y el comunista, de indignación o de hartazgo, aunque sin mucho escándalo.
Si también añoro a la URSS es porque me preocupa la supervivencia del capitalismo. Qué ironía, ¿verdad? Así es la vida. Está llena de ironías y contradicciones.
Aparentemente, tras el colapso del comunismo y la crisis del Estado del Bienestar, el capitalismo se encuentra en el cénit de su triunfo, sin otros modelos que de momento puedan aparecer como alternativos y sin fuerzas sociales y políticas que sean capaces de establecer condiciones o forzar compromisos para volver a dotarle de rostro humano. Y ahí reside, curiosamente, su vulnerabilidad. Y no hablamos de coyuntura. No hablamos de las debilidades que le encontramos porque el sistema capitalista ahora esté sufriendo la mayor crisis de su historia. No. Vamos a utilizar los mismos argumentos que los liberales: el hecho de que el capitalismo se haya convertido en un modelo hegemónico y sin competencia en el mundo supone una importante limitación para su desarrollo. La competencia entre rivales es lo que hace avanzar a la industria, por ejemplo. Dicen los liberales que los monopolios estatales acaban convirtiéndose en aparatos monstruosos y anquilosados. En eso se va a convertir también el capitalismo hegemónico. Su mayor riesgo no es su colapso. Porque ya ha colapsado y sigue con vida. El principal peligro es su estancamiento.
De todas maneras, hay que poner entre interrogantes ese supuesto triunfo del capitalismo. ¿Se puede calificar de exitoso por su habilidad de acabar con sus competidores? ¿O deberíamos exigirle resolver satisfactoriamente los problemas reales de la gente para firmar su acta de victoria?